SOBRE LOS CALLEJEROS

Los viajes por Chile han dejado al autor de estas líneas -entre muchos otros registros y huellas difíciles de borrar- un convencimiento rotundo: podría existir un largo, larguísimo inventario de nombres y apodos señalando personajes populares de las calles de ciudades y pueblos que se han convertido en parte del conocimiento compartido de cada localidad; en una cualidad casi nobiliaria en la cultura urbana de las mismas, llegando a tocar aspectos de la identidad local, inclusive.

Ricos, pobres, excéntricos, locos, tontos, pordioseros, filántropos, predicadores, millonarios caídos en la miseria, delincuentes redimidos o activos, artistas “de cuneta” y tantos otros príncipes sin abolengos, se erigieron en cada ejemplo como los representantes destacados de la fauna humana y del medio ambiente artificial que han construido nuestras sociedades, aun en sus actuales peldaños de civilización y desarrollo. Con su singular o caprichoso sentido democrático y con su casi indiferencia a las pruebas de la tolerancia social, ha cedido un espacio para todas aquellas almas en los mismos campos abiertos de convivencia de la ciudadanía en donde hacen su fama y dentro de los tableros del trazado urbano.

Muchas veces, hemos llegado a tiempo para conocer en persona a aquellos curiosos testimonios escritos en el asfalto, sobre las venas de la vida urbana misma. En otras ocasiones, sin embargo, las leyes de hierro de Cronos no perdonaron y los viajeros aterrizan sobre historias a la deriva, cuyo artículo último ya estaba escrito y sellado, pasando a convertirse en cenizas de memorias locales y hasta mitologías post mortem, frecuentemente acosadas también por los soplos del menosprecio y el paso de los esqueletos fantasmagóricos del olvido… Son personajes que vivían, morían y desaparecían con las mismas generaciones de quienes fueron sus contemporáneos, perpetuando así, más que un recuerdo, un triste incumplimiento del cualquier compromiso que pudiese haber existido por intentar extender en el tiempo aquellas historias perdidas.

Así las cosas, quisiéramos comenzar acá mismo ofreciendo algunos casos de la categoría de personajes pintorescos de las calles chilenas, como los que hemos querido reunir en este trabajo sin grandes pretensiones más que las confesadas, ilustrando al lector sobre lo que encontrará en este sitio: seres curiosos, populares y con verdaderas leyendas propias que, sólo en ciertos casos, se han conservado, extraviándose casi completas en otros, para nuestra infelicidad y la de sus espíritus.

Permítasenos un ejemplo: en “Un mundo que se fue”, Eduardo Balmaceda Valdés recuerda desde su infancia que el tranvía santiaguino de la Línea 17 Avenida España, siempre era abordado cerca del paradero de calle República por una ostentosa dama, todo un personaje a principios del siglo XX. Era doña Honoria Valdivieso de Ovalle, hija de una acomodada familia cuya fortuna ya se había derrumbado, aunque sin afectar el alma y el gusto por la elegancia de la señora. Ella subía al carro casi a diario, vestida con sus exageradas prendas cortesanas del siglo anterior, mientras era seguida por un montón de niños curiosos y burlones riéndose de sus modos y aspecto, Eduardo entre ellos.

Del otro lado de espectro social pero siendo también el caso de una mujer santiaguina, fue conocida en la capital de entonces doña Agustina de Lecaros, comerciante callejera vendedora de tortillas de dulce y de grasa, muy querida y apreciada entre los ciudadanos del 1910. Y es que los personajes que nos interesan acá pueden aparecer desde cualquier estrato, desde cualquier lugar, desde cualquier estirpe; desde el palacio o el rancho… La calle es democrática, hemos dicho.

Por el lado más copetudo de aquella fauna, el mismo Balmaceda se refiere a otra elegante dama, doña Celina Huneeus, que hacia los años 1915-1920 llamaba la atención de los chiquillos caminando por la Alameda de las Delicias y arrastrando sobre el piso sus largos vestidos de cola y encajes. Vivía en una casa colmada de pájaros, con los que hablaba latamente como si le respondieran, y cuando salía de paseo con su pausado andar, a veces se metía con todo su recargado traje en la fuente de aguas ubicada al frente de la Iglesia de San Francisco de la Alameda, sólo para capear el calor… Otro ejemplar curioso de la fauna humana, en el hábitat de la selva urbana.

Tiempo después, cuando el escritor Andrés Sabella y sus amigos intelectuales arribaban en el club La Antoñana del desaparecido “barrio chino de calle Bandera llegando a Mapocho, reconocían afuera a un muchacho apodado el Mono Flores, excompañero del poeta en la Escuela de Derecho pero que ahora, consumido por el alcohol, se ganaba la vida cuidando vehículos enfrente del clásico cabaret Zeppelin y lustraba zapatos en ratos libres. El Mono corría hasta donde ellos estirando sus manos sucias antes de que entraran al local, a la espera de alguna de las propinas solían darle.

Entre los callejeros que sí fueron premiados por la vida, en contraste, estuvo don Emilio Haltar, concesionario del mercado de La Vega Central y propietario del Fundo El Colorado, personaje con características de filántropo que llegó a ser muy querido por sus aportes y participación en las cofradías de trabajadores veguinos que salían en las caravanas de las tradicionales Fiestas de Cuasimodo, en el sector de Colina.

Todos los casos, a pesar de las diferencias de sus orígenes, pasan como misteriosas improntas humanas para la generación a la que pertenecen, a veces localizándose geográficamente con mucha definición, como sucedía con el llamado Cerrajero y su casa rodante verde de madera (llena de agradecidos mensajes y retratos de la Junta Militar) en calle San Diego y alrededores de Parque Almagro en Santiago, todavía a inicios de los noventa. Otros, en cambio, deciden optar por una vida nómada, andariega, apareciendo y desapareciendo de los mapas de Chile a lo largo de toda su longitud o incluso más allá de sus fronteras, como es el caso del llamado Hombre del Carretón, un eterno y anónimo tirador del carro que por ciudades, autopistas y paisajes extremos del territorio, dejando antaño una estela de leyendas y conjeturas, convertido ya en un recuerdo espectral de otra época.

En la comuna de La Cisterna, en tanto, estaba el Capitán o Coronel, abuelo alcohólico, de barbas largas y terno sucio, con el que los chiquillos se entretenían gritándole un sonoro “¡Viva Argentina!” justo después de la grave crisis diplomática y militar del Canal Beagle de 1978, emplazamiento ante el cual el anciano reaccionaba furioso, tratando de perseguir a los autores de tamaña traición a la patria con un rosario de insultos como respuesta. Y en los barrios de calle Ñuble con San Diego, un indigente delgado y de pelo enredado, de pantalones cortos, botas y capa, aseguraba ser Robin, el leal compañero del héroe de historietas y televisión Batman, lo que explicaba sus extraños atuendos, siendo visible todavía en esas manzanas durante los años noventa, casi diariamente. También están los personajes que se refugian en el anonimato, prefiriendo la intriga sin rostro: desde el falomaníaco que pintaba enormes penes de caricatura en los muros de Santiago sur con la pícara firma Picazzo (sic) en los ochenta, hasta el trabajador municipal que escribe poemas y fragmentos de canciones con una soldadora en las tapas de ductos de las calles de Santiago, rotulando sólo con sus iniciales "JRC".

Ofreciendo nuestras disculpas al lector por lo centralistas, entonces, hemos comenzado con los recién vistos ejemplos relacionados principalmente con Santiago, ciudad de la que es nativo el autor de este trabajo y con la mención de ciertos casos de los que fuimos testigos en la infancia y juventud. Tal vez, se seguirá notando algo de esta tendencia dada la gran cantidad de personajes de este origen capitalino incluidos en esta obra. Sin embargo, la misma vida reuniendo viajes por Chile nos ha dejado más que demostrada la presencia de tan increíbles y casi míticos seres por todo el país, prácticamente en todos sus rincones, cual patrimonio de la urbanidad misma. Forman parte de las características nacionales expresadas en cada espacio de organización y concentración geográfica, a estas alturas.

Hemos tenido a mano, de ese modo, infinidad de otros casos ejemplificando a estos seres inexplicables, algunos más conocidos que otros: el de Manolito (el jorobado gritón), el Cacha la Burra (vendedor de guano) y Don Zapatón (también apodado Pata Grande, Pie Grande o Pata Pata) con sus calzados gigantes, de Antofagasta; el legendario Guatón de la Flauta (Hugo Diomedes Toro Olivares), el Colo Colo, el míticamente bien dotado Burro Willy y la Loca María en La Serena; el inocente Loco José de Vicuña, en el Elqui; el extravagante y anciano Santiago Salvador (de apellidos Gavilán Palacios) de Temuco; el cantor Coco Loco y el lúgubre Flautista Enmascarado de Viña del Mar; el vendedor callejero Patita Nanay de Puerto Montt; El Venegas (Pedro Ismael Venegas) de Ancud; el famosísimo y carismático eremita Ñaño, del camino a las Termas del Flaco, en San Fernando; entre muchos otros. Las razones de espacio, sin embargo, nos obligan a postergar a muchos otros casos interesantes de Santiago, como serían el de los hermanos Huguito y Rafa de Rengo, o del anciano lustrabotas Don Blas, en la Plaza de la Constitución de Santiago, o a Elvis Junior que aporreaba su batería de tambores de plástico y bidones en pleno centro.

Por otro lado, hay razones por las que ciertos callejeros hacen su fama mientras otros pasan inadvertidos, interviniendo muchos factores: desde lo interesante de cada historia personal (o su leyenda) hasta la simpatía que pueda generar en la comunidad que habita. Hay algo de extravagancia en cada mendigo, caminante, viajero, párroco, comerciante, predicador o artista de calle que logra hacerse aquella identidad inconfundible, sin duda, pero no bastaría con llamar la atención del público para coronarse con tales laureles: definitivamente, debe haber un mérito extra, algo que los hace especiales, queridos o referentes, brillando por encima de todas las demás cabezas de la muchedumbre.

Como abundan en nuestro país estos elementos fuera de norma, cada ciudad parece tener -cuanto menos- a uno de tales personajes. Cada pueblo y hasta cada aldea, de hecho. Los poseen establemente o de paso, pero los tienen; se vuelven parte del patrimonio cultural y un valor local, en donde se hayan establecido. Así, todo aquel que se precie de ser residente de un lugar determinado, debe conocer algo sobre el personaje local de marras, o no será tomado más que por un foráneo de visita o de estadía larga a lo sumo, pero que no sabe de lo esencial del sitio que habita.

Por todo lo expuesto, cabe preguntarse también: ¿cuántas historias de aquellos incomparables personajes callejeros de Chile ya se han perdido irremediablemente en los pozos del olvido, al nunca haber podido trascender desde su pequeña colmena geográfica ni superar el reconocimiento más allá de sus contemporáneos? Cada caso de desdén y desmemoria ante estas semblanzas es, pues, el caso de un recopilador o de un interesado que no llegó a tiempo a poner luces sobre la penumbra, ni a abrir claros de luz sobre aquella historia. Lo peor es que no consiguió llegar al punto sin retorno: al final de cada respectivo tiempo o ciclo en los remolinos de la historia urbana. Esto ha sucedido tantas veces ya, que llega a ser un mal deprimente.

Las pompas de la memoria parecen distinguir dos categorías principales de honra para las celebridades, fuera de los hombres meramente influyentes de cada época: la de héroes y de mártires. El gran saco de olvidados se va acumulando y llenando en el arrastre, tragándose en una composta irrecuperable sus crónicas, disueltas en ese inmenso mar del recuerdo vago, de la imprecisión y de las ambigüedades menos interesantes para los libros y menos aún para la academia. Del mismo modo, quienes sí hayan alcanzado el don de la historicidad con sus vidas de logros, sacrificios o ejemplos, pueden tener aspectos de esa misma existencia en el gran teatro soleado de las calles de las ciudades que son olvidados, o menos atendidos por los biógrafos. Es como si sus rasgos más callejeros, más urbanos, macularan de alguna manera el total de la historia más digna que se busca elogiar o venerar en el sujeto que se considera y presenta como ejemplar: como héroe, o como mártir, justamente; incluso como un santo.

También se abre paso en el recuento una evidencia: además de la calle como importante teatro personal de vida, hay un hilo común que reúne a todos esos nombres por encima sus diferentes orígenes, destinos y lápidas. Es uno infaltable, para casi todos los casos, curiosamente: la lucha contra las dificultades y las necesidades de la vida menesterosa y la existencia dura, ya sea la propia o la de otros. Lo hemos descubierto avanzando en este trabajo, precisamente, sin habérnoslo propuesto.

En efecto, pasaremos acá por nombres de quienes lucharon desde su posición más acomodada o derechamente privilegiada en contra de los males de la calle, sólo por filantropía, como por aquellos que la padecieron de principio a fin en sus difíciles existencias. Veremos, también, a seres que cayeron en desgracia y probaron el pan de las dificultades económicas tras una vida holgada, del mismo modo que echaremos una mirada a esa parte más popular y callejera en la vida de personajes ya consagrados y de biografías conocidas, pero con sus virtudes en la ayuda del prójimo.

Finalmente, cabe hacer un ejercicio de sinceridad y sin falsas modestias para cerrar esta introducción, y admitir que hemos querido completar este esfuerzo para reunir algunas de esas historias que ya se pierden en el olvido y con la esperanza de devolverlas, quizá, al lugar que merecen como parte de la crónica de las propias sociedades humanas y de las generaciones en las que cada príncipe callejero llevó reluciente pero invisible corona.

…Porque no todas las biografías tienen estatuas, y no todas las estatuas tienen biografías.

Cristian "Criss" Salazar N. (El Autor)


 

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