ENRIQUE LEYTON: RECUERDOS DE PAPAS FRITAS Y ORQUESTAS DE CIEGOS
Cada mañana, en la entrada poniente del Pasaje Matte por el lado de Ahumada llegando a la Plaza de Armas de Santiago, la corpulenta figura de don Enrique Leyton o Leighton (usaba indistintamente ambas formas cuando era entrevistado), llegaba con su guitarra y una pequeña banquita para iniciar la jornada. Se sentaba allí a llenar de música y hermosa voz aquel sector céntrico y comercial de Santiago, cerca del romántico Café Paula, desde donde parecía que nunca iba a desaparecer... Pero se sabe que nada ni nadie es para siempre.
Don Enrique ya vivía los descuento de la vida, para entonces, arrastrando con su macizo volumen y sus talentos una de las historias más pintorescas de la bohemia nacional: el de la mítica Orquesta de Ciegos, así como la semblanza de los muchos músicos ciegos de aquellos años y hasta tiempos recientes. Aquella orquesta, llamada en realidad Conjunto Forestal, tocaba en tiempos ya perdidos en el alguna vez célebre boliche El Rey de las Papas Fritas, centro de actividad diurna y nocturna estuvo ubicado por varios años en la esquina de calle Morandé 610 con Santo Domingo. Se trataba de un local hoy desaparecido y que ha sido reemplazado por una sosa torre residencial.
Atendido por sus dueños, el matrimonio Ernesto Pizarro y Lucía Miranda Cifuentes, El Rey de las Papas Fritas llegó a ser un apasionado y querido núcleo de entretención, comida y encuentros casi en las puertas de barrio Mapocho. Representó por entonces una de las románticas formas que asumían las opciones recreativas y culinarias capitalinas, al alero de ese nombre que jamás ha sido olvidado por sus comensales sobrevivientes, pero sí por el conocimiento popular de los santiaguinos en general. El restaurante y salón de eventos estaba a sólo metros del Palacio Vial Guzmán, además, edificio histórico que ocupa la esquina opuesta y que está dispuesto para una comisaría de Carabineros de Chile, hoy último vestigio importante de las edificaciones que había en este cruce de calles.
Aquellos fueron los escenarios artísticos para los inicios profesionales de don Enrique, como solía recordar con orgullo el músico. Aunque el nombre del boliche se debía a la actividad original que dio prosperidad a sus dueños y que se mantuvo en el pintoresco sitio, también se había convertido rápidamente en centro de eventos, ofreciendo una cocina algo más sofisticada con los espectáculos en vivo. Por su popularidad y por sus presentaciones ofrecidas por los músicos no videntes y otros artistas que pasaban por su escenario, además, se sugería ir a visitarlo a los viajeros extranjeros más temerarios y tentados con la idea de conocer el Santiago profano pero auténtico, pues el local también tenía su fama de bravo.
El escritor Luis Rivano, en “El signo de Espartaco” de 1966, hizo una descripción fugaz pero bastante ilustrativa sobre el atractivo y el contenido “social” del establecimiento, además del perfil de sus principales concurrentes, entre los que incluye a funcionarios de carabineros que llevan el hilo de su relato:
En la noche, la gente busca sus lugares. Santiago reparte su público: empleados de bancos y primogénitos de familias árabes, a las boites lujosas del centro de la ciudad; jovencitos obreros de fábricas textiles, a las quintas de recreo de Gran Avenida o Independencia; empleadas a esas fuentes de soda y cafés donde por una moneda la discorola vomita música tropical y en donde bailan con los aprendices de gigoló que los burdeles, como un mal endémico, arrojan sobre la ciudad todas las noches. Los obreros, los empleados públicos de grados subalternos que desean comer en grupos o con sus familias, van al Rey de las Papas Fritas. También se reúnen allí algunos artistas y actores que creen haber descubierto la pólvora al visitar ese sitio tan pintoresco.
Muchachas con trajes azules pasan llevando enormes bandejas con papas fritas. Una mujer trata de alejar con su mano las volutas de humo que la molestan; otra da de mamar a su retoño, sin importarle mucho hacerlo en público.
Al rey papafritero lo conoció también Alfonso Calderón, quien comentaba algo del boliche en sus crónicas. Gustavo Ávila recuerda al local en su novela “La profecía Dante”, y Rolando Rojo en sus “Cuentos de barrios”. Son testimonios de su mejor época, cuando eran conocidos los vinos criollos y sus chichas de Villa Alegre para endulzar las melodías tristes de la Orquesta de Ciegos. Y, además de las papas fritas que daban el nombre al local, fueron muy pedidos platillos criollos simples de carne frita o asada con acompañamientos.
El talentoso y singular Conjunto Forestal, más conocidos como la Orquesta de Ciegos, hacia los buenos días del establecimiento de El Rey de las Papas Fritas. Fuente imagen: gentileza de don Luis Pizarro Miranda.
Don Ernesto Pizarro en su local El Rey de las Papas Fritas, atendiendo la caja. Imagen gentileza de su hijo, Luis Pizarro Miranda.

Don Enrique en la "Revista del Sábado" de "Las Últimas Noticias" del 31 de mayo de 1980.

Don Enrique Leyton y el acordeonista Alberto Romero, en imagen publicada por la "Revista del Sábado" de "Las Últimas Noticias" del 24 de enero de 1981.
Cantando en el paseo Ahumada, en mayo de 1991. Fotografía del archivo Fortín Mapocho.
Cada jornada de aquellas en tan singular sitio era animada por las canciones del Conjunto Forestal. Este estuvo integrado también por los músicos Luis Gómez, cantante y violinista, el versátil Ciego Albertito, Hernán Rojas (quien era también el director del grupo) y, por supuesto, la voz implacable y portentosa de don Enrique al micrófono, tomando también las cuerdas que años después llevaría hasta el paseo Ahumada.
Era en un escenario ubicado enfrente del comedor, de cara a los clientes, donde tocaba el magnífico conjunto de los ciegos con un repertorio de tangos, tonadas y boleros, compuesto enteramente por esos cuatro o cinco músicos. De este modo, la Orquesta de Ciegos se convirtió en toda una curiosidad de la vieja generación del espectáculo santiaguino, marcando un hito importante aunque ya en vías de olvido, sobre la escena popular chilena. Los versátiles instrumentistas incluían guitarra, bandoneón y violín en sus presentaciones, que a veces se extendían por varias horas más de las presupuestadas a pedido del público y del calor festivo del ambiente. En el mismo local conseguían las contrataciones para fiestas en otros centros y boliches, además de eventos municipales, celebraciones públicas y donde pudieran ser requeridas sus virtudes artísticas.
Cabe comentar que, cuando don Enrique aún no dejaba la banda, esta no era la única agrupación musical integrada complemente por ciegos, pues hubo otras en algunos clubes y quintas nocturnas de la época. No obstante, ninguna duda cabe de que esta fue la más influyente de su tiempo, llegando así a la literatura y ganándose un puesto en la semblanza de las noches profundas del clásico Santiago. Y aunque el tiempo se ha encargado de ir lijando y borrando esta epopeya del muro de la memoria, en su momento de oro la Orquesta de Ciegos era conocida y respetada tanto adentro como afuera del club. También aparece descrita en la obra de Rivano, de hecho:
El ciego cantaba frente al micrófono. Los parroquianos escuchaban sin respirar. Había algo de mágico en la voz del hombre que los obsesionaba.
El tango era un torrente de emoción y sinceridad: “Mujeres... un idilio en cada mesa / y yo bebo mi cerveza / escondido como siempre...”.
Cantaba con la mirada sin luz, perdida, como observando el hueco de la oscuridad abismal circundante.
El ambiente artístico que lograban don Enrique y los demás artistas lo volvió atracción de personalidades del ambiente como la propia Violeta Parra y su colega uruguayo Alberto Zapicán, quienes solían ir de visita al restaurante en algunas noches. Es lo que informan Guillermo Pellegrino y Jorge Basilago para “Las cuerdas vivas de América”, obra en donde no titubean a la hora de categorizar a El Rey de las Papas Fritas como “un boliche de mala muerte”, sin embargo.
Mas, al desaparecer la quinta en 1978, comenzó también el fin de la magnífica Orquesta de Ciegos, infortunadamente. El golpe de gracia a la vida nocturna recibido en los setenta acabó separando a los músicos y dispersándolos en la misma oscuridad de sus ojos marchitos. Algunas de las últimas presentaciones del grupo en aquella década parecen haber tenido lugar en los clubes recreativos que ocupaban la Casa Colorada de Santiago, convertida poco después en museo, así como el negocios de calle Esmeralda y en uno que otro boliche del circuito más céntrico de boîtes.
Don Enrique, en tanto, había desertado ya del grupo antes del cierre del establecimiento de las papas fritas, al parecer por discrepancias de remuneraciones. Liberado del conjunto, entonces, trasladó su hermosa y potente voz hasta la señalada entrada al Pasaje Matte, repasando allí esas mismas piezas de boleros, tangos, tonadas y canciones populares que formaron parte de su cancionero en el desaparecido club de Morandé. Con su grosor engañoso y en realidad frágil figura, más su bastón y la vieja guitarra, se instalaba a diario allí para volver a ofrecer su trova por unas generosas monedas, volviéndose uno de los más clásicos y reconocibles personajes del Paseo Ahumada por más de tres décadas, mientras la vida misma se lo permitió.

Leyton en su clásico sitio del Pasaje Matte, cerca del local del Café Paula. Imanen base subida por Juan Galdames A. al sitio FB Fotos Antiguas Colorizadas.
Don Egidio Morales y don Enrique Leyton, en alianza artística en pleno paseo Ahumada, año 1991. Fotografía del archivo Fortín Mapocho.
Otra imagen de ambos músicos ciegos en Santiago Centro, agosto de 1990. Fotografía del archivo Fortín Mapocho.
Don Carlos Canibilo, el acordeonista de la Galería España, en imagen de 2008. También fue miembro de algunas agrupaciones de ciegos, dedicándose después a tocar por monedas en los pasajes comerciales de Santiago Centro.
La entrada del Pasaje Matte, el centro comercial en donde solía estar don Enrique Leyton.
Varias veces fue entrevistado allí en su lugar. Luis Alejandro Salinas lo hizo para la "Revista del Sábado" del diario "Las Últimas Noticias" del 31 de mayo de 1980. Allí señalaba: "Yo le canto a la belleza, al amor", agregando una interesante reflexión desde su condición de no vidente, refiriéndose al don de lo bello:
Hay hombres que tienen las facultades para ver, y ellos definen como uno la siente. Yo la palpo en su forma más pura. No hay nada que la altere. La riqueza espiritual es como un río, usted la siente. Cundo la encuentra tiene que detenerse. Las personas valen por lo que son.
En la misma entrevista comentaba que su canción favorita para interpretar era "Una pena y un cariño", cuya autoría se debe a Lily y María Mercedes, las hijas del ilustre músico nacional Osmán Pérez Freire, pasando por los cancioneros de Pedro Messone y Lucho Gatica, entre otros. "El clima de la costa me hace muy bien", comentaba entonces, en contraste con el viciado aire de Santiago que le provocaba malestares respiratorios que debía enfrentar diariamente.
Don Enrique siempre estuvo feliz y orgulloso de su familia, además, a la que definía como linda y muy unida. Tenía a la sazón dos hijos, uno de 13 y otro de 17 años. Empero, debió lidiar por ese mismo amor y compromiso con la depresión provocada por
la posterior muerte de su amada esposa, algo que caló profundo en su buen ánimo. Nunca volvió a ser el mismo después de esta lamentable pérdida, realmente.
La tragedia familiar fue seguida de una grave trombosis que casi lo manda a la tumba, aunque no lograrían apartarlo de su característico sitio en el paseo Ahumada. El castigo inesperado dejó sus secuelas, sin embargo, dificultándole el poder expresarse en el habla y, lo que es peor, en las exigencias del canto. Su voz era la misma, tal vez, pero desde aquel instante comenzó a cantar con más y más dificultad, y se notaba su ahogo. También se había asociado desde hacía tiempo a otros cantantes o músicos populares del barrio, volviendo a esta estrategia en esos últimos años para poder salvar el puchero, con grandes esfuerzos para un hombre de su edad y condiciones de salud.
A pesar de todas las dificultades, don Enrique continuó siendo uno de los principales artistas callejeros del centro santiaguino, apareciendo en otros reportajes de la época dedicados al paseo y a su vida popular, por entonces mucho más activa y luminosa que en nuestro tiempo. Allí envejeció y dejó su huella cantando siempre por monedas, logrando con frecuencia que la gente se reuniera alrededor suyo sólo para escucharlo, todos seducidos por esa voz inconfundible que, a pesar de todo, aún acariciaba los sentidos de los transeúntes durante la primera década del actual siglo, desafiando a las dificultades que llegaron al final de su existencia.
Sólo la muerte pudo sacar de su sagrado lugar al músico ciego, cerca de rejas metálicas que cierran la misma galería en las noches. Llegaba a su fin una de las vidas más interesantes relacionadas con la historia de la bohemia y el espectáculo en nuestro país.
Como sucedió con don Enrique, probablemente el artista invidente que más tiempo estuvo en el centro de Santiago a pesar de vivir en Melipilla, varios otros talentosos artistas ciegos hicieron su propia historia en esas cuadras. Entre ellos, el tecladista Egidio Morales, quien tocaba cerca de la Plaza de Armas en Ahumada con Compañía. Su amigo el acordeonista Carlos Canibilo, quien hizo dúo con Egidio hasta que la salud de este también se lo impidió, tocando después en interior del Pasaje Matte. Don Carlos sufrió una vez el robo de su instrumento por parte de despiadados delincuentes cuando trabajaba ya en la Galería España, pero recibiendo otro de vuelta gracias a la bondad de un conocido joyero del sector, quien prefirió mantener el anonimato. Él hizo este desprendido gesto a pesar de los constantes robos, asaltos e indiferencia de los tribunales que ya tenían en crisis a su negocio, viéndose obligado a cerrar pocos años después al ser superado por la delincuencia.
En tanto, el antiguo local que había pertenecido a El Rey de las Papas Fritas en calle Morandé con el tiempo fue subdividido y ocupado por otros establecimientos comerciales. El edificio en que había estado se fue deteriorando, agrietando y las barras metálicas donde colgaban antes los carteles luminosos se oxidaron hasta la desintegración. Fue demolido en un par de etapas y convertido primero en un sitio de acopio de material, y después sus patios estacionamientos. Lo poco que quedaba fue vendido a una inmobiliaria, destino que alcanzó a varios terrenos más de la cuadra.
Hacia los días del Bicentenario Nacional, fue arrasado ese mismo perímetro en donde estuvo alguna vez El Rey de las Papas Fritas con el recuerdo de sus sones melodiosos entre aromas de comidas, levantándose encima otra mole habitacional de las varias que existen en este barrio… Ya sin talentosos ciegos tocando milongas, ni grandes bandejas con montañas de papas fritas.
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