ELÍAS MATURANA: EL HOMBRE QUE FOTOGRAFIÓ AL SIGLO XX

Entre los muchos personajes del clásico barrio Mapocho y del sector de los mercados ribereños, estuvo en el grupo de los más destacados de su época el fotógrafo popular Elías Maturana. Fue identificado en vida como todo otro emblema en el arte del retrato callejero, de hecho, volviéndose también uno de sus más conocidos exponentes del antiguo oficio en la capital chilena.

No había quién no ubicara a don Elías en aquel sector la ciudad, aunque a veces costaba un poco encontrarlo por allí en las tardes, dado lo movedizo que solía ser. Se hacía reconocible e inconfundible sólo por su silueta, distante en algún sector junto al Mapocho: flacuchenta y de gruesos bigotes al estilo mariachi, paseando con su antigua cámara fotográfica de cajón y trípode, al parecer una Kodak de madera o un modelo análogo de principios del siglo XX.

Maturana solía usar también una gorra de tipo boina plana, pero a veces intentaba frenar el profundo castigo a sol de su piel con un gran sombrero artesanal de ala muy prolongada. Este artículo reforzaba en él esa falsa apariencia charra que resultaba tan característica en su aspecto.

Don Elías solía desplazarse por la Plaza Venezuela, la Plaza Prat con el monumento a los héroes de Iquique y, especialmente, en la explanada del Mercado Central, por donde acostumbran andar los turistas, además de asomarse en la proximidad de las pérgolas de las flores y las ferias del mercado Tirso de Molina, al otro lado del río. Se instalaba con su delantal blanco y algún otro aparato más tradicional colgando de su arrugado cogote, a la espera de un cliente interesado en un recuerdo gráfico. Cuando su cámara minutera ya estaba quedando atrás como opción para la fotografía popular, la continuaba empleando como atractivo para la clientela interesada en estas antigüedades, pues no era raro que los curiosos se acercaran tentados con la vista de semejante reliquia digna de un museo y que, sin embargo, seguía perfectamente funcional.

Hacia el atardecer, concluyendo ya una jornada que rara vez llegaba a ser buena en sus últimas décadas, don Elías se perdía del paisaje entrando a alguna de las varias cantinas del sector, como los boliches de calle Aillavilú o bien en el bar Touring de General Mackenna llegando a Bandera. Pasaba a comerse algún bocadillo o a tomarse un refresco, para concluir así otro día de duro trabajo soportado por sus huesos ya seniles, los de hombre que vio pasar 60 años de historia del barrio por la lente de su cámara, como el ojo mismo del tiempo. Allí, en la intimidad de este pintoresco y otrora bravo bar mapochino, don Elías fue retratado en una curiosa sesión fotográfica en blanco y negro realizada por un colega de otra generación, el fotógrafo Álvaro Hoppe.

Maturana no tenía clara la fecha de su nacimiento, o al menos eso era lo que aseguraba a los preguntones. Hacia fines de los noventa confesaba su impresión de tener entre 70 u 80 años de edad, pero no era capaz de precisarlo, pues la documentación con la que contaba no era exacta, según él. Sin embargo, sí podía recordar perfectamente el año en que empezó a tomar fotografías allí, junto al río: 1942, plenos tiempos de la Segunda Guerra Mundial, ni más ni menos. Jamás lo olvidó porque fue el mismo año en que se le otorgó el permiso municipal para ejercer el oficio al que dedicó el resto de su vida, en esos mismos escenarios riberanos.

Sus primeros trabajos como fotógrafo popular fueron en la entonces flamante Piscina Escolar de la Universidad de Chile, allí en Santa María con Independencia. Se instalaba entre los toldos de las pérgolas de las flores cuyos primeros edificios aún no se construían cuando comenzó. Los bañistas y vistantes de la piscina fueron el tipo de clientes con los que debutó don Elías en el verano de ese año, entonces.

La calle se convirtió en su lugar estable de trabajo y en el principal territorio de transcurso de su quehacer, a diario. Sólo las contrataciones particulares en otros eventos lo sacaban de allí. El duro golpe de perder a su amada mujer no lo apartó de aquel hábitat ni del oficio, permaneciendo incólume y estoico a sol o a frío, siempre acompañado de su cámara vieja y llevando sustento a su casa en donde vivía con hijas y nietos, ya en sus últimos años. De esta forma, unos 50 años después de iniciado en la fotografía del barrio continuaba levantándose temprano cada mañana para ir al Mercado Central y la Estación Mapocho, siempre ofreciendo sus servicios a los paseantes.

En febrero de 1985, durante un encuentro binacional de personajes representativos de Argentina y Chile, don Elías había tenido una buena cantidad de retratados a su haber en las proximidades de la estación de trenes, y él mismo apareció en los diarios tomando una fotografía con su cámara vieja a un grupo de huasos y gauchos. También solía vérsele por entonces esperando cerca de las puertas del mercado a algún turista aún tentado con las imágenes de papel fotográfico, las que ya iban a comenzar a competir en desigual guerra con la invencible tecnología digital, al acercarse el cambio de siglo y de milenio. Una disputa que partió perdida para los románticos fotógrafos de la cámara antigua, por supuesto.

Detalle de una imagen de 1968, mostrando el edificio hotelero y barrio Luna Park, con el entonces inconfundible luminoso de Aluminio El Mono.

La Piscina Escolar, donde Maturana comenzó su oficio como fotógrafo popular en los años cuarenta.

Don Elías Maturana tomando fotografías a un grupo de gauchos y huasos reunidos en las proximidades de Estación Mapocho, en febrero de 1985, durante un encuentro binacional de estos personajes representativos de Argentina y Chile, respectivamente. Imagen del diario "La Tercera".

Elías Maturana y su vieja cámara. Fuente: diario “La Tercera” junio de 1997.

El delgado y bigotudo fotógrafo estuvo paseando tanto como pudo su cámara al hombro y testimoniando con ella la vida en las riberas del Mapocho, a cambio de una modesta paga por cada una de esas fotografías en blanco y negro, cada vez más atrás ante el progreso y los cambios de intereses en la sociedad. Aunque era un viejo risueño, tenía la tendencia a estarse lamentando por esta decadencia de su oficio, no obstante que a su edad era admirable la vitalidad y la energía que le habían proporcionado todos estos años de entrenamiento de vida al aire libre. Es de sospechar que nunca tuvo noción de esta virtud suya, quizá demasiado concentrado sólo en las amarguras del oficio.

Desgraciadamente, su pesimismo tenía cierto sustento, o mucho, más bien: la clientela era progresivamente menos y la cámara de cajón reducía cada vez más las posibilidades de lucirse en plena funcionalidad. Entrevistado por el diario “La Tercera” de 1997, decía con resignación al reportero:

Si bien las he visto todas desde la calle no hay nada más triste que irse para la casa sin haber sacado ninguna foto. Yo llego tipo nueve de la mañana y me voy pasadas las dos de la tarde. Cuando no trabajo, no me dan ganas ni de almorzar.

Elías Maturana fue, como conclusión de una larga vida, uno de los personajes más estimados y típicos de barrio del Mercado Central. El trato cordial que daba a la gente, aprendido después de tantos años de trabajo y entrenamiento de sus relaciones sociales, lo convirtió también en alguien lleno de buenos amigos por todo el sector, colmándolo de saludos en su camino, donde quiera que pasara, se sentara o esperara su microbús para regresar a casa. Nada sorprendente para el hombre por cuya cámara pasó más de la mitad del siglo XX, dejando una estela de innumerables fotografías que hoy deben estar entre cajones y muros de retratos familiares.

Un día cualquiera, uno más en la intensa vida del barrio comercial de Mapocho y sus calles adyacentes, don Elías no llegó. Nunca más volvería, de hecho… Se había convertido en otro de los tantos recuerdos de callejeros ausentes de la ciudad.

Su camarita delgaducha, tambaleante y anciana, tanto como él a esas alturas, jamás reapareció por aquel viejo sector de Santiago para llenar aquella grieta que quedó en el escenario urbano. Y así, el personaje marchó llevándose a la última representación de su oficio en el mismo vecindario comercial, pues nunca hubo otro fotógrafo popular ofreciendo su lente al público en estas manzanas y calles. La fotografía de Mapocho, en otras palabras, murió con el propio Maturana.

La partida de don Elías constituyó un final perfecto y casi poético para las historias de la ciudad de Santiago: simplemente, desaparecer. Se fue a dormir con los recuerdos que justifican y enriquecen al barrio en las riberas del río, que le dan su identidad: partió con el tajamar colonial, con el Puente de Cal y Canto, con la época de los tranvías de la Estación del Mercado y con los trenes de la Estación Mapocho; su recuerdo queda con las ferias de espectáculos del Luna Park, en donde está ahora el Mercado Tirso de Molina, y los neones centellantes de Aluminio El Mono, en la cima del también desaparecido hotel de calle Artesanos.

Todo lo que pueda perpetuarse de don Elías hasta los tiempos actuales, entonces, será obra de esa pequeña pero imperecedera leyenda callejera, hecha tras la modesta caja fotográfica de más de un siglo de servicios, con la que también retrató el corazón de una larga centuria.

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