LUIS CORNEJO: CRÓNICA DE UN ESCRITOR AL MARGEN

La Plaza de Armas de Santiago de los años ochenta contaba con un personaje que muchos aún podrán recordarán, sin duda con cariño y algo de melancolía: la figura de un señor delgado, calvo, narigón y de sonrisa en los ojos, vendiendo libros de su propia autoría por allí cerca de donde se encuentra la estatua del cardenal Raúl Silva Henríquez vigilando altivo y sereno la plaza del kilómetro cero de Chile.

El señor aquel era Luis Cornejo, probablemente uno de los escasos escritores-juglares-pregones de la historia urbana santiaguina, además de uno de los sujetos más queridos del centro capitalino en su momento. A pesar de esto, su obra ha ido siendo rescatada y valorada en forma póstuma, más bien, creándose un culto entre los consumidores de relatos sociales.

Luis Eduardo Cornejo Gaete había nacido en 1924 0 1925, aunque en algunas biografías de sus libros decía haber visto la luz en 1930. Era hijo de Graciela Gamboa y Manuel Cornejo, un matrimonio de origen acomodado que, a causa del alcoholismo del padre, cayó en desgracia y vivió las penurias de una existencia muy modesta y esforzada en los barrios populares de la avenida Vivaceta, experiencia e inspiración cuyo reflejo, años más tarde, aparecería en sus varios cuentos y novelas. Su infancia transcurrió, así, entre calles estrechas, conventillos y plazas, viviendo lo dulce y lo agraz de la existencia en el ambiente popular de las clases trabajadoras de la primera mitad del siglo XX. Gustaba de leer e ir al cine siendo pequeño, influencias que se también notarán, posteriormente, en sus varias obras.

A los trece años, sin embargo, Luis debió abandonar los estudios para dedicarse a las labores que aprendió con su padre, quien trabajaba a la sazón como albañil, jornalero y colocador de baldosas. Pudo retomar la enseñanza formal un tiempo más tarde y en jornada vespertina.

Don Luis recordaba que, siendo aún adolescente, comenzó a incursionar en la actuación participando del Teatro Experimental de la Universidad de Chile, saltando desde allí a una audición para todo tipo de jóvenes de distintos orígenes y estratos sociales, experiencia que le permitió ingresar directamente en la actuación más profesional.

A principios de la década del cuarenta debutó en aquella compañía de teatro con “La guarda cuidadosa” de Miguel de Cervantes, y con “Ligazón” de Ramón del Valle Inclán, emigrando después a la Escuela de Teatro de la Universidad Católica. Muchas de esas aventuras las había hecho con su amigo y compañero Hugo Müller, llegando a ser alumno del maestro Pedro de la Barra. También había probado suerte en el Conservatorio pero, a pesar de reconocérsele su buena voz, no pasó la selección por tener mal oído musical. En aquel período, también fue libretista del recordado programa radial de terror “La Tercera Oreja”, de Radio Agricultura, único que pudo hacer competencia al clásico de clásicos de “El Siniestro Dr. Mortis”.

Cornejo ya había trabajado como actor profesional a partir de 1950, aproximadamente, sin separarse del ambiente fílmico. Sin embargo, la huerta literaria del autor se cultiva con estas experiencias y así, echando mano a sus recuerdos y vivencias de la infancia, escribe una serie de cuentos de ficción pero con crudo contenido social, publicado en 1955 con el título de “Barrio bravo” y salido desde los humildes talleres de una imprenta ubicada en calle Coronel Alvarado. Este sorprendente libro, surgido con el ardor de su participación en el Encuentro Internacional de las Juventudes Comunistas en Varsovia aquel año, acabó siendo devorado en pocas semanas por los compradores y sus narraciones fueron reconocidas nada menos que por autores de la talla de Ricardo A. Latcham en “El Diario Ilustrado”, de Hernán Díaz Arrieta (Alone) en “El Mercurio” y otros que don Luis solía recordar con orgullo al comentar su ópera prima.

Se cree que la inspiración directa de Cornejo para producir los relatos de “Barrio bravo” habría provenido también de la pluma de Nicomedes Guzmán, uno de los representantes de la prolífica Generación Literaria del 38. Fue capaz de presentar en él un ambiente marginal siniestro y tenebroso, pero con el atractivo de los colores chillones de hongos y ranas venenosas para el lector. Su querida Vivaceta fue el principal origen y lugar para ambientar las historias, aunque reflejen muchos otros sitios reconocibles de la ciudad de entonces: los barrios obreros, de casas sin jardines, con fachadas de ladrillo y cornisas clásicas sobre puertas con dinteles, allá en lo profundo de San Diego, avenida Matta, General Velásquez, Estación Central, Quinta Normal, Independencia, Recoleta, etc.

Se sabe que “Barrio bravo” tuvo unas 13 ediciones más; unos 40 mil ejemplares en total, acumulados en solo dos décadas y cuando muchos críticos de Cornejo no llegaban ni a una fracción de eso a pesar de contar, en sus casos, con el respaldo de importantes casas editoriales poniendo el cuño a sus respectivas obras. Para los disconformes, pues, el libro resultaba demasiado despiadado y retrataba grados de infrahumanidad exagerados, acaso de mal gusto.

De aquella obra se contaba, también, una posterior leyenda urbana: que el otrora popular personaje humorístico la Cuatro Dientes habría sido inspirado por uno de los cuentos del libro, titulado con el mismo nombre y con una protagonista que, en realidad, era parecida solo en su sonrisa imperfecta con la caricatura personificada por Gloria Benavides, a partir de los años setenta. En realidad, la Cuatro Dientes humorística representa a uno de los estereotipos de la chica pop de los estratos modestos de Chile: “rucia”, flaca y con piezas dentales alternadas, mientras que la Cuatro Dientes del cuento de Cornejo era una lavandera muy corpulenta, agresiva y con un final para nada gracioso.

Luis Cornejo vendiendo las obras literarias de su creación. Imagen publicada en el diario "La Época", año 1988. Fuente: Memoria Chilena.

Portadas de dos de los principales libros de Luis Cornejo.

Cantinas y viejos negocios de los barrios de Vivaceta. Imágenes publicadas por la revista "Sucesos".

Murallones del convento de Las Rosas, en Vivaceta hacia la esquina de Comandante Canales, a espaldas del templo del Buen Pastor y sus campanarios, años cuarenta. Imagen publicada por revista "Zig-Zag".

 

Tras un paréntesis de cinco años, en 1960 publicó otra vez: ahora producía una novela titulada “Los amantes de London Park”, obra que si bien no alcanzó el impacto que su predecesora, sí tuvo buena acogida entre los que se estaban perfilando ya como sus lectores. Por sí misma, además, este libro constituyó un nuevo hito para el currículum del autor, que él en lo personal valoró siempre y comentaba con orgullo.

Distraído con el trabajo en el cine, sin embargo, Cornejo pasará en los años siguientes por una larga sequía literaria, prefiriendo escribir para guiones de cortometrajes y películas, esperanzado en hallar una buena proyección de vida ahí. Parece ser que, por entonces, él aún prefería el mundillo de la actuación y las cámaras esperanzado en poder vivir de esta vocación, incluso incursionando en pequeñas experiencias como comediante. También participó en el guión de “Un viaje a Santiago”, obra de Hernán Correa de aquel año, y trabajó como productor en “Érase un niño, un guerrillero, un caballo” de Helvio Soto, en 1967.

Se sabe por su propio testimonio que, además, en aquellos años operó cámaras, actuó como extra, hizo de asistente y cuanto más pudo en la precariedad del cine chileno de entonces. Incluso apareció después en un famoso comercial para un popular ungüento, lo que le valió el apodo de “Pelao del Mentholatum”, como muchos lo conocieron hasta el final de sus días. Se cree también que habría participado en el equipo de “El chacal de Nahueltoro” de Miguel Littin, en “Estado de sitio” del griego Costa Gavras y en “Aborto” de Pedro Chaskel y Héctor Ríos.

Por encargo de la Universidad de Chile, Cornejo había rodado en 1963 el documental “La Universidad en la Antártica”. Luego, en 1966, filmó el cortometraje “El angelito”, inspirado en uno de sus propios cuentos, en donde presenta a una mujer que pide prestado un hijo a una vecina para pedir limosnas fuera de las puertas de la Catedral de Santiago. No fueron para él experiencias trascendentes en lo profesional, sin embargo.

Unos años después, Cornejo logró dirigir un deslucido largometraje en el que había puesto mucha fe, intitulado “El fin del juego”, que coescribió en 1970 con Fernando Cuadra y en el que actuaron Calvin Lira, Tito Noguera, Raquel Parot y Lucy Salgado. A pesar de su sabido compromiso con el izquierdismo, Cornejo comentaba en ocasiones que esta obra recibió una avalancha de críticas de los propios autores de su sector político, muchos de ellos horrorizados con la descripción que allí hacía de las clases proletarias y de los bajos fondos, esos tan desconocidos pero idealizados por la sacrosanta intelectualidad a pesar de haber sido superados por otros autores de realismo despiadado como Armando Méndez Carrasco, Luis Rivano, Alfredo Gómez Morel. El propio Cornejo forma parte de este grupo de "crudos".

Con el vaho del fracaso y las críticas rotundas a “El fin del juego”, Cornejo comprendió que debía comenzar a dejar atrás las aventuras con el cine y se refugió muy frustrado en las reediciones de “Barrio bravo” y “Los amantes del London Park”, presenciando en este período el abrupto fin de la Unidad Popular y el advenimiento del régimen que acabó por sepultar las posibilidades del proyecto social en el que tanto había creído y que tanta influencia daba en su trabajo, como activo militante comunista. Intrigas con respecto al rumbo que tomaba Chilefilms terminarían por alejarlo definitivamente de su relación con el mundo de las cámaras y el séptimo arte.

En 1986, reuniendo material narrativo que tenía pendiente de concluir y echando mano a otros procesos creativos nuevos, don Luis regresa al mundo de la producción literaria con la novela “El último lunes”, que parece ser bastante autobiográfica, pues habla de un baldosero llamado Manuel y su hijo, quienes ejecutan en penosas condiciones algunos encargos en el barrio alto. Logra vender en buenas cantidades al libro y de manera personal, en esos momentos, colocándose con su mesa en el borde de la Plaza de Armas, acompañado de ediciones de sus otras dos obras anteriores junto a la nueva.

A pesar de que la venta personalizada fue una costumbre que practicaron incluso figuras de peso en nuestras letras nacionales, como Pablo de Rokha, siempre llamaba la atención del público ver a un autor ofreciendo sus propios libros, lo que también daba una oportunidad para preguntar sobre el contenido de las mismas con el propio creador. Hacerse una celebridad urbana en Santiago Centro debe haber favorecido sus ventas, sin duda. Era muy buen conversador, según se puede recordar de él.

En el año siguiente y decidido a continuar autogestionando sus trabajos, publica los cuentos de “La silla iluminada” y la novela “Show continuado”. Esta última, para algunos de sus lectores, fue el mejor de todos sus libros, combinando en la trama el sórdido ambiente del hampa con el de los cabarets de mala muerte, y eligiendo por escenario principal uno que parece ser real: la calle Aillavilú de Mapocho, posiblemente, si seguimos las descripciones y características que aporta sobre el mismo. De ser así, Cornejo se habría adelantado con su elección a Ramón Díaz Eterovic en las novelas del detective Heredia, personaje al que hace residente en la misma calle.

Otra curiosidad de “Show continuado” es que el protagonista de la novela es un romántico, enamoradizo y sufrido calvo que usa peluquín, cargando con frustraciones artísticas y al que también llaman Lucho, características que, inevitablemente, parecen estar reflejando a su creador; a él mismo, aunque nunca aclaró públicamente este posible caso de alter ego.

Antes de terminada la década, Cornejo alcanza a publicar su obra “Tal vez mañana”, seguida de los cuentos reunidos en “Ir por lana”, ambos libros concluidos en 1989. Irradia ya cierta madurez en su prosa, no solo limitada al retrato de las calamidades sociales, sino en la elección de personajes más naturales y menos estereotípicos, en ciertos casos. Además, nunca se obcecó en afanes de arrastrar sus relatos hacia alguna plantilla de los cuentos sociales con orientación heroica o martirial, ni obligó a sus protagonistas a idealizarse asumiéndolos como banderas de lucha o niños símbolos de alguna causa. Por el contrario, sus personajes son imperfectos, impuros, a veces deplorables, fluctuando una misma vida entre la villanía y la redención. Encontraba seres dignos de su obra en un allegado, un comerciante común, una lavandera, una bailarina de topless o un delincuente, construyendo con cada uno una historia llena de interés, giros y atractivos.

Otra característica de la prosa del librero callejero es que tampoco recurría a ambientes rebuscados de carga social o a situaciones forzadas de miseria y hambre, por crueles que fuesen sus narraciones. Le resultaba suficiente el contexto de un club nocturno, un conventillo, un prostíbulo o cualquiera de esos muchos espacios que, a pesar de los intentos por hacerlos invisibles, aún son reconocibles en el Santiago de nuestros días como retazos de otros tiempos; de aquellos con la ciudad de adoquines reflejando neones pecaminosos y misteriosas jornadas nocturnas perdidas en el olvido, entre los pasajes de los clásicos barrios bajos de mediados del siglo XX.

Lo que más distinguió a Cornejo y lo convirtió en un personaje de la ciudad, sin embargo, es que también a diferencia de otros escritores convencionales que se sentaban a esperar los pedidos de autógrafos o que sus obras se convirtieran en hitos del relato social, él prefirió salir personalmente a mostrar sus libros apartándose de soberbias y altanerías un tanto frecuentes en el gremio, en un sorprendente caso de autoproducción literaria en todos sus niveles: desde la creación hasta la venta. Las portadas de sus impresos, artesanalmente compaginados por el propio Cornejo, eran concebidas a tinta y lápiz por su hija Muriel, y tenían un encanto casi cándido en ocasiones, a pesar de adelantar parte de lo rudo y violento del contenido de las páginas interiores.

Modesto y bonachón, el escritor no parecía estar seguro de su popularidad en la ciudad del Santiago de los ochenta. Puede que, al principio, algunos compradores se le acercaban solo para tener un libro del “Pelao del Mentholatum”. Empero, ya a fines de la década, muchos lo reconocían y saludaban como correspondía a las dignidades de una auténtica personalidad e intelectual, al pasar junto a su pequeña mesita de libros. Muchos lo comparaban y ponían a la altura del relato social de Manuel Rojas, de hecho. Autores como Rubén Santibáñez, Maura Brescia, Ana Montrosis, Omar Pérez Santiago y Alejandro Lavquén han hecho algunas publicaciones interesantes que permiten completar la biografía del curioso literato de la Plaza de Armas, en la parte referida a aquellos años, cuando era uno de los más conocidos personajes urbanos de la ciudad.

Sin haber abandonado la plaza del Kilómetro 0 de Chile y siendo factible encontrarlo allí prácticamente en todas las tardes, el último de sus libros, titulado “La tormenta”, sale de imprentas y salta a su mesita de ventas en 1991. Empero, fue una novela que debió concluir con prisa: en medio de su desarrollo, fue diagnosticado con el malévolo cáncer que lo llevaría a la tumba… Un narrador más alto había decidido que esta obra cerraría su carrera literaria.

Tiempos muy difíciles se le vendrían encima al escritor y autoeditor. Aunque sus admiradores aseguran que mantuvo siempre el optimismo y la esperanza por salvarse de su terrible enfermedad, se sabe que incluso recurrió a terapias alternativas y consultas con magos, en su desesperación por vencer tan cruel e inmerecido castigo.

Débil y demacrado, don Luis se adelgazó de manera evidente y muy poco saludable, como consecuencia directa de sus padecimientos. La progresiva debilidad física lo obligaría a dejar su tradicional lugar en la plaza, primero ocasionalmente, después de manera más seguida y, ya al final, de forma definitiva. Sus escasos biógrafos y memorialistas confirman que Cornejo también estaba escribiendo un libro que quedaría inconcluso y que sonaba desde su título a despedida: “Memorias de un canceroso”. Pocos han tenido la suerte de conocer las páginas esta obra, pues quedó en la propiedad familiar como pieza inédita, quizá como un elefante blanco.

Luis Cornejo Gamboa, el hombre calvo y delgado que vendía sus propios libros en la Plaza de Armas y que era saludado por cientos de transeúntes al día, falleció en noviembre de 1992, tras batallar duramente contra la ferocidad del cáncer. El diario “Las Últimas Noticias” del día siguiente, 18 de noviembre, decía: “A los 67 años falleció el escritor Luis Cornejo”, avisando del último adiós y cremación de sus restos programados para mañana venidera.

Un enorme vacío quedó con su partida en la plaza para todos aquellos que fueron sus lectores, compradores, testigos y contemporáneos. Fue como si parte de la propia esencia de este histórico sitio hubiese sido arrancada de pronto, en el inicio de tantos cambios que hoy la hacen irreconocible; y para mal. Su esposa Carmen, que lo acompañaba en sus últimas visitas a su tradicional lugar vendiendo libros y que atendía con regularidad el kiosco de ambos en calle San Diego, continuó por su propia cuenta la venta de las obras de don Luis, en un puesto de Mac Iver con Alameda, hasta un tiempo después de su fallecimiento.

Cada ejemplar usado y ya en color sepia de los trabajos de Cornejo, hoy es pieza de coleccionistas: se vende proporcionalmente a cinco, seis y hasta diez veces el valor que tenía en la humilde mesita donde su propio autor los ofrecía.

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