JUANITO PUNK: “EL ÚLTIMO DE LOS MOHICANOS”

Los buenos observadores quizá logran distinguir la extraña figura de cabeza rapada al estilo punk en el diorama del conocido artista y tallador Rodolfo Gutiérrez, Zerreitug, dentro de la Estación Metro Universidad de Chile, en Santiago. La maqueta reproduce un paisaje de la Alameda y la Iglesia y Convento de San Francisco a principios del siglo XX, en pleno centro de la capital y a escasa distancia del escenario reconstruido en la vitrina del Metro, por lo demás.

El singular y anacrónico detalle está allí a la vista de todos, pero no muchos lo advierten distraídos en la complejidad de la composición magnífica que hace Zerreitug: tiene un innegable parecido con el corte de pelo mohicano que llevara el actor Robert de Niro en las más famosas escenas finales del clásico filme “Taxi driver”.

Si se observa con la debida detención, entonces, la figura aparece sentada contra la pared norte de la iglesia franciscana que da hacia la Alameda de las Delicias: y es que Zerreitug jugó a hacer un nudo entre la memoria histórica y la memoria urbana más reciente, cosa en la que es bastante diestro, por cierto. Cuando confeccionó este completo diorama por el año 1987, la presencia del personaje real allí retratado estaba en su apogeo de popularidad, siendo una de las rarezas más desconcertantes y célebres que haya tenido la ciudad de Santiago en el siglo XX.

En efecto, la figurilla con un corte de pelo fuera del contexto de tiempo representado, corresponde al entonces llamado Juanito, un misterioso anciano que parecía estar desde toda su vida en ese sitio, en ese mismo lugar que se señala en el diorama. Quizá de esta presencia sin tiempos definidos haya provenido la decisión del artista, al tomarse esta pequeña licencia y transponerlo hasta un siglo antes pero sin cambiarle su espacio habitual en donde hacía presencia.

A Juanito, si es que este era su nombre (es común que a los mendigos y personajes anónimos los llamen así en Chile, casi al estilo del John Doe en la cultura estadounidense), lo apodaban el Mohicano, el Último de los Mohicanos y el Tata Punk, entre otros títulos, aunque el poeta Hernán Miranda prefirió llamarlo con más ostentación y oropel como el Dragón de Santiago, dedicándole un poema con este título publicado originalmente en la revista “Apsi”. En general, recordaba mucho a otro personaje de la cultura hollywoodense: Blank Reg de la serie cyberpunk “Max Headroom”, correspondiente a un viejo de mohicano que se suponía un punk de nuestra época persistiendo con su estilo e indumentaria en el futuro, aunque esta obra se conoció en la televisión chilena después del debut de nuestro abuelo de la Iglesia de San Francisco.

Aunque llevaba tiempo allí y por alguna razón que solo él conocía, fue hacia mediados de los años ochenta que comenzó a hacerse más y más común verlo junto a la entrada lateral de la iglesia, esa que hoy siempre está cerrada pero que antaño daba directo al altar que allí tenía San Antonio de Padua, haciendo que la calle que enfila justo enfrente fuera llamada hasta nuestros días San Antonio, precisamente. El anciano (o, tal vez, no tan anciano) también apareció fotografiado y con un intento de entrevista en la revista artística y contracultural "Pájaro de Cuentas" N° 2 de diciembre de 1986.

Imagen del Mohicano en 1986, en revista "Pájaro de Cuentas".

Figurilla del apodado Último de los Mohicanos, en el diorama de Zerreitug.

Detalle del diorama de Zerreitug, con el Mohicano sentado junto al templo.

Con sus cerca de 60, 70 años o más, solía vigilar los vehículos pasando frente a él como si esperara algo o a alguien, cual Godot que nunca llegó, siempre con su característico corte de pelo tipo escobillón de no mucha altura. Aunque aseguraba no estar en situación de abandono a los pocos que dirigía alguna palabra, usaba ropas harapientas, típicas de indigente y raídas, con un viejo abrigo oscuro para capear los fríos, aunque a veces le acompañaba incluso en las tardes calurosas, permaneciendo indiferente a los pronósticos de la meteorología.

En otras palabras, Juanito lucía tal cual lo inmortalizó Zerreitug con su desbordado brillo artístico y capacidad de observación.

Su compañía era solo una pequeña ollita de aluminio, y a veces comía en su sagrado puesto junto al templo sentado unas veces, otras de pie, pero siempre mirando de reojo hacia las colas interminables de vehículos y microbuses e ignorando a los peatones. Sentado sobre el suelo o bien descasando en una especie de banquilla pequeña con aspecto de lustrín, el abuelo observaba a ratos los cielos, pegando miradas hacia arriba de los edificios, para luego devolver sus ojos a la llanura de la Alameda, murmurando de cuando en cuando palabras inaudibles, dirigidas a algún alma en pena.

Juanito casi nunca posaba la vista sobre los transeúntes, salvo que algo importante lo distrajera o reconociera alguna de las pocas caras que identificaba como conocidas. Solo aceptaba las palabras de algunas personas, por lo mismo, pues en general era hostil al contacto con otros humanos. Nunca pedía dinero, además, aunque a veces recibía pequeñas ayudas para sobrevivir y se decía que podía llevar conversaciones normales con quienes ya lo conocían, como algunos sacerdotes del mismo convento y hasta el mismísimo dirigente sindical Clotario Blest, quien transitaba también por este sector en algunas oportunidades. Difícil saber ya cuánto de realidad hay en estos recuerdos.

Ciertas especulaciones aseguraban, por otro lado, que era extremadamente huraño al punto de odiar a los mortales corrientes, individualmente o en muchedumbres, por lo que no convenía abordarlo ni tomarle fotografías de manera imprudente. Pero había quienes, en cambio, afirmaban con juramento haberlo observado alguna vez arriba de un microbús, frecuentando cantinas y bares de las cuadras de enfrente o paseando por alguna otra calle, comportándose como cualquier ser humano mentalmente sano y sin causar alboroto, salvo por su extraño estilo.

Aunque nadie sabía por qué se producía semejante peinado ni quién oficiaba como su peluquero, los rumores contaban toda clase de historias sobre él, en esos años: que olía pésimo, que antes fumaba de manera obsesiva y que de pronto paró el vicio, que vivía en una casa con sus hijos o hijas hacia el sector de Santa Isabel, que había sido un ex presidiario, etc. También rumoreaban los más insidiosos que defecaba en el tarro que llevaba habitualmente con él o que había escapado de una casa de orates y era ahora una especie de fugitivo. En realidad, aquel envase metálico era el que usaba para pedir comida en algunos locales y ferias cercanas, aunque siempre en silencio y valiéndose de una gesticulación mínima.

Otros lo reconocían como el auténtico punk más viejo de Chile, apareciendo alguna vez en un afiche de tocatas, de hecho, y hasta circulaban testimonios asegurando haberlo visto usar supuestos bototos de tipo militar en circunstancias que acrecentaban la convicción de que pertenecía a alguna clase de tribu urbana.

Publicado en la revista "Pájaro de Cuentas" N° 2, diciembre de 1986. Fuente: Centro de Documentación de las Artes (centrodedocumentaciondelasartes.cl).

Más sobre el personaje en "Pájaro de Cuentas".  El impreso iba muy a tono con la contracultura de aquellos años y se presenta como una Revista Gráfica de Arte y Cultura, publicada en Santiago.

Sector de la Alameda, junto a la Iglesia San Francisco, donde se sentaba a ver pasar la vida el anciano mendigo conocido como el Último de los Mohicanos.

Las antes llamadas "Puertas de San Antonio", por estar justo atrás el altar con la imagen de San Antonio de Padua en el pasado. Por varios años, fueron el hábitat del Último de los Mohicanos.

Otro de los varios mitos tejidos en torno a su presencia allí en la Alameda, lo culpaba de ser responsable de las repulsivas fecas humanas que, a veces, aparecían por aquel período en la cara poniente de la iglesia y el convento, la posterior, por la esquina de San Francisco de Asís con nuestra mayor arteria capitalina. Sin embargo, lo más probable es que aquellas asquerosas decoraciones fueron más bien responsabilidad de algunos travestidos ejerciendo prostitución y de ciertos vagos bastante agresivos que frecuentaban ese sector en las noches más luctuosas de aquellos años, y de los que sí consta que solían usar como baño la primera cuadra de calle San Francisco y otros sectores adyacentes hasta que lograron ser corridos del lugar por la fuerza pública y la vigilancia. El pobre Mohicano estaría libre de esas indignas culpas, entonces.

Como puede advertirse, entonces, había toda clase de habladurías imaginables en torno a Juanito, como si la generación que testimonió su presencia buscara llenar con especulaciones y conjeturas -hasta las más inverosímiles- la escasa información que se tenía sobre su misteriosa persona. Lo único cierto es que el Último de los Mohicanos, inmortalizado por la humorada de Zerreitug en el diorama de la estación, estaba todos los días en su sitio, sagradamente, buscando comuniones que nunca llegaron. Era parte del paisaje citadino y de la propia Iglesia de San Francisco.

El anciano desapareció hacia la primera mitad de los años noventa. Algunos dicen que fue internado en un centro psiquiátrico, pero otros creían que murió en una noche de gran frío invernal, misma crueldad que se llevara a varios personajes callejeros de Santiago, dicho sea de paso, como sucedió una década después con el Tata Lustrín, anciano de barbas de capitán de mar que lustraba zapatos y también dormía por ahí por la Feria Artesanal Santa Lucía, solo por nombear a otro personaje inolvidable de la fauna callejera santiaguina que corrió tal destino.

Entre ambas teorías intentando explicar su ausencia, estaba otra también echando el chisme de que el Mohicano falleció en una casa poco tiempo después de que su familia o supuestas hijas lo convencieran de regresar, preocupadas por su estado de abandono y vulnerabilidad.

Como sea que sucedió en realidad, y comprendiendo que se estaba más ante una leyenda que un hombre, quienes pasaron habitualmente por la cuadra de la Iglesia de San Francisco cuando allí vegetaba tranquilamente el Último de los Mohicanos siempre esperando una redención o un Apocalipsis, de seguro sentirán el vacío que quedó en ese muro rojo, al desaparecer tan extravagante estatua viviente con su característico corte de pelo.

Al menos, Juanito puede ser recordado aún mirando el viaje en el tiempo que le permitió el diorama de la Estación Universidad de Chile.

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