MANUEL SEGUNDO MUÑOZ: EL LUGAR PARA CHAMPITA EN UN MUSEO

 

En el Museo Histórico “Julio Abasolo Aldea” de la calle Caupolicán en Angol, con colecciones, archivos y una biblioteca que fueron armados y mantenidos por el investigador histórico local Hugo Fito Gallegos Bravo, hay una vitrina en donde puede verse la fotografía de un anciano con largas barbas y de ropas haraposas, un indigente: el Champita.

Resulta algo extraordinariamente raro el que un mendigo de cualquier localidad llegue a tener tanta popularidad y fama como para ganarse una pequeña mención en un museo histórico, especialmente cuando se trata del único con estas características en toda la ciudad de Angol. Sin embargo, parece que el Champita llegó a tener méritos de sobra para semejante distinción. Allí en las instalaciones de este centro cultural, entonces, permanece acompañado de la siguiente reseña para la comprensión del público:

Manuel Segundo Muñoz

“El Champita”, uno de los personajes más misteriosos aparecidos por Angol, alrededor del año 1964 y cuya característica principal era hablar solamente con los niños, porque ante los adultos su mutismo era total.

Fehacientemente se sabe, que vivió en Santiago Centro calle Monterrey N° 135.

A los visitantes de su museo, además, Gallegos dejó recuerdo de la existencia de varios personajes callejeros que también hicieron historias propias en Angol, e incluso menciona algunos del siglo XIX. Se habla allá de un tal Chayo, por ejemplo, que hacia la primera mitad de la pasada centuria tenía una forma tan desagradable y agresiva de pedir dinero en las calles que iba causando sobresaltos y pequeños infartos a su paso, con sus gritos inesperados solicitando “una ayudita”. Un caso más reciente fue el del llamado Cauca, personaje famoso por ir siempre con su inseparable radio.

Sin embargo, de entre aquellos muchísimos mendigos más curiosos y queridos que ha tenido la ciudad angolina en más de un siglo de recuentos y nombres que destacaron en sus calles (muchos de ellos aún vivos y célebres), solo Champita fue dignificado con su recuerdo en las exposiciones del museo. También apareció mencionado como uno de los principales personajes de la historia local junto a otros indigentes populares como la también callejera Nancy Loca, en el libro “Este es mi Angol, amigos”, del profesor Juan Carlos Paredes.

¿Quién era el personaje de marras, que los infantes creían un Santa Claus o Viejito Pascuero escondiendo su identidad tras el traje de mendigo? Hubo gran cantidad de inevitables leyendas urbanas sobre su origen e historia antes de volverse vagabundo, por supuesto; pero, como suele suceder invariablemente también con estos seres fantasmales, la mayor parte de su biografía ha quedado en la más total oscuridad, muy lejos del conocimiento.

El silencioso y enigmático personaje era, ya en la vejez, un abuelo encorvado y con las arrugas de toda la existencia humana resumidas en su rostro, cansado y en expresión siempre meditabunda. Había algo un poco franciscano en su apariencia, avanzando a pasos cortos y en un ensimismamiento absoluto. Solía caminar de manera casi convaleciente, arrastrando las curtidas plantas de sus pies, con un grueso y maltratado abrigo encima, sin botones y cerrado gracias a humildes cuerdas atadas a los ojales y con nudos de tiras de género. Llevaba, además, una infaltable bolsa al hombro, que lo dibujaban a los ojos de la gente como el típico anciano mendigo de este lado del mundo, digno de un estereotipo perfecto aparecido en las caricaturas o las representaciones teatrales. Era frecuente hallarlo por el sector de la Villa Huequén y más cerca del centro angolino, pero especialmente en la misma calle del museo, Caupolicán, cerca de la Municipalidad.

El pelo de Champita siempre estaba revuelto e inflamado, tanto el de su cabellera como el de su barba. Algunos ciudadanos se compadecían de este aspecto; pero a otros, especialmente a los niños que desconocían su tremendo buen corazón con ellos, les provocaba miedo, asociándolo siempre a la figura del Viejo del Saco que tanta insistencia y traumas dejó como refuerzo negativo en la primera etapa de educación familiar de nuestros compatriotas, y para desdicha de muchos otros mendigos parecidos a este. De hecho, hubo algunos niños que lo llamaron de esa misma forma, convencidos de que estaban ante el mítico personaje ladrón de chiquillos.

Champita era totalmente inocente, sin embargo. Su mirada delataba esa serenidad en lo recóndito de sí, a pesar de las apariencias. Su cariño por los niños era honestamente de abuelo, a pesar de la apatía extrema que mostraba con los adultos, incluso con muchos de aquellos que le proporcionaban algunos alimentos o artículos para facilitar su complicada forma de vida en las calles. Para qué hablar de los extraños que, ingenuamente, intentaron arrancarle alguna palabra, a veces adulándolo, fingiendo cercanía o regalándole alguna pequeña ayudita.

Retrato de Champita, en las colecciones del mismo museo de Angol.

Champita en imagen publicada por el blog Historia de Angol, de Sergio Martínez Vigueras, quizá el mejor sitio web reuniendo historias angolinas.

El jardín infantil “Gabriela Mistral” también en la calle Caupolicán, era uno de los sitios en donde más lo querían los niños, con los que se largaba a conversar mientras estos observaban la escena con ternura, como si efectivamente fuese el abuelo común de todos los presentes. De hecho, había pequeños que le llevaban bocados y golosinas a modo de obsequio, o compartían con él sus frutas de su colación, parte de sus sándwiches, caramelos, etc. Para ellos era algo así como una celebridad. Increíblemente, solo esos niños pudieron conocer bien su voz, además: quien quisiera contemplar la encantadora escena siempre debía hacerlo en silencio y ojalá en la distancia, porque si Champita escuchaba una voz adulta cerca o notaba su presencia, se callaba de inmediato y procedía a retirarse, como si rechazada el contacto con almas no inmaculadas.

Aunque solo algunos tuvieron la suerte de oír sus monosílabos dirigidos a adultos, cuando el arcano anciano no quería hablar -ni siquiera para explicar si estaba bien o necesitaba algo- no había forma humana de persuadirlo o de hacerlo salir de la petrificación de laringe. Era tal su resistencia que ni siquiera pedía ayuda o comida en las calles: la recibía solo de quienes sabían de sus menesteres, tomándola siempre en silencio. No pocos lo creían totalmente mudo, en alguna época.

Antes apodado también Charcheta, Sansón y Goliat, porque parece que hacía algunas demostraciones de fuerza cuando era más joven, en su roñoso saco no había niños secuestrados: solo panes duros, cuanto mucho. Y aunque siempre fue huraño, algo misántropo, antes era un poco más reactivo y parece que también agresivo cuando se sentía molestado. La vejez lo fue poniendo más dócil y pacífico, sin embargo, pues existe gente asegurando haber logrado cierto nivel de comunicación efectiva con él tanto en Angol como en otras ciudades cercanas por las que pasó.

Varias veces, Champita encontró refugio en algún lugar relativamente seguro del paisaje urbano angolino, pero en otras estuvo haciendo su vida a la intemperie, con los peligros que siempre revistió para él esa dolorosa y difícil forma de existencia en las calles de regiones en donde hubo años con “febrero y el invierno”, al decir de los sureños. Pésimo prospecto para un anciano que a veces andaba con su abrigo empapado y con los sucios pies descalzos. Nunca quiso permanecer en el calor y la acogida de algún lugar techado, sin embargo, salvo ocasional y brevemente conforme se lo dictaban sus impulsos mentales más íntimos e incomprensibles de su secreta personalidad.

La muerte del anciano Champita sobrevino por una asfixia derivada de complicaciones con una hernia inguinal, en 1994, cuando se hallaba en el Fundo Anilehue. Su partida puso fin a la historia terrenal de Manuel Segundo Muñoz, pero dio perpetuidad a las leyendas y misterios irresolutos sobre su persona encarnando al popular personaje, especialmente sobre la razón desconocida que lo llevó a la indigencia y hasta Angol, haciendo de las calles su casa.

A pesar de los datos que logró reunir Fito Gallegos sobre el hombre detrás del mito (su nombre real, su origen santiaguino y su anterior ocupación como comerciante), la sociedad angolina no resistió las ganas de completar con la imaginación su historia, con todo un legendario alrededor. El museólogo se interesó tanto en homenajear al personaje, de hecho, que escribió un poema titulado “A Champita”, reproducido por el historiador local Sergio Martínez Vigueras en su sitio web de semblanzas angolinas:

Rey de la calle descalzo,
caminante del tiempo,
alfarero de leyendas,
coleccionista de miserias.
¿Qué afilada daga,
cortaría tu nudo con mi mundo?

Ya no hablará de ti
tu enigmático silencio,
ni mendigará tu sombra
en muda y desgarbada presencia.

El fuego de tu pira
lo alimentarán pintores
y en el viñedo de tus vivencias
extraerán su néctar los poetas.

Mañana, en una noche de bohemia
serás el brindis predilecto
como personaje de mi pueblo,
como rey de la calle descalzo
y te devolveré en mi copa
una porción de tu tesoro
en mudo y respetuoso silencio.

Hasta hoy, se comenta en la comunidad local que Champita había sido antes un empresario, un destacado profesor, un acaudalado médico caído desgracia, un padre que perdió a sus hijos pequeños y a su mujer en un terrible accidente cerca de la ciudad, entre otras historias por el estilo que seguirán estirando el recuerdo de su paso por allá y la magia de un extraño abuelo mudo que sólo podía hablar con los niños, por algún inexplicable y desconocido hechizo.

Lo que sí es muy seguro en la habladuría popular, es que se trata, sin duda alguna, del más conocido y memorable indigente angolino, de entre todos los que haya tenido la capital de la Provincia del Malleco... Lo suficiente como para ser recordado en las vitrinas del museo.

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