ALBERTO HURTADO: CUANDO EL PADRE GANÓ ALAS DE SANTO

Muy probablemente, el lector será de la opinión de que ya existen suficientes biografías de Alberto Hurtado Cruchaga y relaciones sobre sus sacrificios a favor de los abandonados, especialmente desde que el Vaticano lo canonizó ante el aplauso de los admiradores de su obra, católicos y no católicos, religiosos y laicos. Compartiendo en plenitud esta observación, también se hace patente el que, desde antes de ser elevado a la categoría de santo, resultaría difícil poder decir algo nuevo sobre el insigne personaje, salvo en alguna en investigación biográfica sobre los aspectos de su corta pero interesante vida.

Sin embargo, nos hemos reservado acá una semblanza que enfatiza el aspecto quizá más relevante pero menos detallado de su camino a la santidad y de toda su vida: su actividad como otro callejero de Chile, cuando comenzó a cimentar su fama de hombre de bien precisamente pasando por calles, mercados y puentes en donde tendía su mano piadosa.

Como se sabe, Alberto había nacido en Viña del Mar el 22 de enero de 1901 y perdió a su padre muy tempranamente, por lo que la madre quedó abandonada con él y su hermano en Casablanca. Esta etapa de la historia familiar siempre ha presentado algunos vacíos biográficos, pero se sabe que la viuda decidió viajar a Santiago estableciéndose en la casa de un hermano, residencia que arrendaba por el sector de calle Moneda con Ahumada. La incompleta familia estaba en una situación difícil y era ayudada económicamente por algunos de sus parientes, pero las dificultades arreciaban a diario.

Las carencias y precariedades vividas por Alberto en Santiago marcaron parte de su profunda sensibilidad hacia la pobreza y los temas sociales, orientando desde allí la que acabaría siendo su vocación en el servicio religioso. A pesar de todo, había logrado ingresar al Colegio San Ignacio en 1909. Sin embargo, al morir su tío en 1913, la viuda debió mudarse otra vez, ahora como allegada de otros parientes. Desde ese momento, vivieron en la casa de una pareja sin hijos, en la conjunción de Moneda con Las Claras, hoy Mac Iver.

La propensión sacerdotal de Alberto comenzó a formalizarse en 1915. A la sazón, tenía por confesor espiritual al Padre Fernando Vives Solar, quien fuera también una importante influencia en el recordado dirigente sindical Clotario Blest, entre otros personajes notables de la época. Entró al año siguiente al mundo de la congregación jesuita a través del Patronato de Andacollo y egresó a los 17 años para continuar con sus estudios superiores de leyes en la Universidad Católica.

Alberto no pasaba sin ser percibido en su juventud: tenía un aspecto físico delgado, alto pero un poco enclenque. La desproporción hacía que todas las prendas que se colocara lucieran como si le quedaran grandes o chicas, cual si nunca pudiese dar con su talla. De ojos que tendían a gestos saltones, boca amplia y tosca de grandes dientes, había algo de su personalidad graciosa y risueña reflejada en esos rasgos y en su semblante inocentón, retratado en casi todas las fotografías que de él existen y con cierta diferencia al rictus adusto y de seriedad ortodoxa que acompaña sus estampas modernas, que se han producido para la iconografía estrictamente religiosa.

Logrando llevar adelante su carrera universitaria con grandes sacrificios y dificultades, fue el período en el que se había integrado también al Partido Conservador, experimentando en carne propia las cuestiones políticas, especialmente en los días en que la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos proclamó a don Luis Barros Borgoño como su abanderado presidencial, en oposición a la Federación de Estudiantes de Chile que había proclamado a Arturo Alessandri, en 1920. Eran años de gran actividad callejera, además, con agitaciones, violencia y confrontación. Alberto no se marginó de este clima y, un día de esos, terminó con la cabeza rota por un garrotazo en medio de enfrentamientos de bandos rivales. Corrió mejor suerte que la de su amigo y camarada Julio Covarrubias Freire, sin embargo, quien fue asesinado en aquellas manifestaciones por una bala disparada por anónimas manos de activistas de corte anarquista, según todo indica. No tardó mucho más en comprender, sin embargo, que el camino de la política no iba a ser fructífero para sus inclinaciones e intereses sociales.

Durante la controvertida “Guerra de don Ladislao” de 1920 (llamada así por el Ministro de Guerra Ladislao Errázuriz), que se provocó aprovechando políticamente las tensiones con los países vecinos para ordenar el ajedrez político y militar chileno, Alberto se había integrado al Regimiento de Infantería N° 2 Yungay, saliendo tres meses al refuerzo defensivo del Norte Grande después con grado de Teniente 2° de Reserva. Al regresar, retomó sus estudios y así se tituló con la tesis “Trabajos a domicilio”.

Sin embargo, en aquella época persistían las grandes angustias familiares, dada la situación económica siempre a la deriva de su esforzada madre y también por las consecuencias de una cuestionable transacción que se había ejecutado en la venta del que había sido el fundo de su padre. Esto último lo llevó a pensar en abrir un juicio contra el comprador aunque, finalmente, pudo llegar a un acuerdo directo con él para obtener una indemnización digna, que le permitió a su madre comprar una casa propia y mejorar la situación familiar. De este modo, después de haber pasado años peregrinando por hogares ajenos y con grandes dolores para el presupuesto, pudieron establecerse por fin en una residencia propia en calle San Isidro 153.

Tras aquel logro, Alberto se dedicaría exclusivamente y sin más distracciones a la vida sacerdotal y profesional que había escogido. Viajó poco después hasta Europa, con la intención de completar estudios en filosofía.

San Alberto Hurtado auxiliando a niños abandonados en la calle, en una noche fría. Imagen del banco fotográfico de la Fundación Padre Hurtado.

Un encuentro de los dos más importantes sacerdotes de la historia contemporánea de Chile: el cardenal José María Caro y el padre Alberto Hurtado. Curiosamente, la avenida y el puente que llevan sus respectivos nombres intersecan frente a la Estación Mapocho, precisamente donde San Alberto recogía a los niños abandonados en el río, y donde se instalaron después una placa y su estatua conmemorativas. Imagen de la Fundación Padre Hurtado.

En tanto, Miguel Cruchaga Tocornal, tío y gran influencia de Alberto además de destacado militante conservador, había logrado construir su propio currículo y llegó a ser ministro de relaciones exteriores del presidente Alessandri, desde fines de 1932. Ocupaba aún este cargo cuando Alberto regresó a Chile en 1936 y como sacerdote, alcanzando a ver a su querida madre poco antes de su fallecimiento. Imbuido en un ambiente de influencia y prestigio, entonces, se dedicó a ejercer como docente del Colegio de San Ignacio, escribiendo también algunos ensayos.

En los primeros escritos de Alberto ya podía vislumbrarse lo que traía en mente quizá desde su viaje, particularmente con lo que consideraba el deber de dar asistencia a los más necesitados. Una compasión especial persistía con el tema de los pobres, no sólo con una visión piadosa, sino con el convencimiento de tener un deber profundo, un compromiso ineludible de trabajar por ellos como si se tratara de la misión de la propia Iglesia. Alguna vez escribió, discurriendo sobre este pensamiento:

Quien a los pobres desprecia, a Cristo desprecia. La Comunión de los Santos no significa solamente la participación de todos los hombres de los bienes sobrenaturales, sino también una disposición a hacer todos los sacrificios que el bien de los demás me exija. San Pablo se consideraba deudor respecto a todos. ¿Nos hemos dado cuenta de que no hemos cancelado esta deuda?

El padre Hurtado, por estas razones, no retrocedió en su deseo de comprometer más a la institución religiosa con la asistencia a los desposeídos. Empero, los sectores más conservadores verían con cierta desconfianza esta vocación y la casi exhortación hacia la Iglesia, como era esperable, por lo que sus primeros pasos en la campaña que conduciría a la fundación del Hogar de Cristo resultaron bastante difíciles, ingratos y ásperos.

De alguna forma, sin embargo, había explotado en Alberto aquella fijación sobre el tema de la penuria humana, obsesión de la que nunca más se pudo desprender. Es seguro que conocía también experiencias previas en el mismo sentido, como la de Polidoro Yáñez con su Colonia del Mapocho o la Posada del Niño del gobierno del Frente Popular, además del esfuerzo de muchos otros filántropos que quedaron condenados al casi anonimato en propósitos básicamente similares a los que ahora él desplegaba. Sin embargo, el sacerdote estaba decidido a consumar un proyecto que resultara definitivo y exitoso en el combate de estos flagelos, iniciando así una campaña personal para reunir fondos y anunciando sus ambiciosos planes en la prensa.

En una extenuante cruzada, prácticamente de puerta a puerta en su primera etapa, fue exponiendo su proyecto a potenciales socios contribuyentes para que colaboraran con el propósito de crear una casa de acogida capaz de recibir en ella a todos los pobres que se encontraban en situación de indigencia, especialmente niños y ancianos. Consigue que su plan disponga de un primer albergue, en un inmueble ya desaparecido de calle López 535, en el barrio de La Chimba de Santiago, sector Independencia, muy cerca del convento de las monjas verónicas, cuya labor social por los necesitados y los ancianos parece haber sido otra de las inspiraciones del futuro santo. En esta primera casa de acogida de calle López, además, fue invitado a permanecer un tiempo el entonces pelusa Alfredo Gómez Morel, cuando aún era un adolescente sin casa en el Mapocho. Venciendo su aprendido y justificado desprecio a los curas tras haber sido abusado sexualmente por un par de ellos en otro refugio, aceptó la invitación del padre Hurtado, como confiesa en su libro autobiográfico “El río”, quedando agradecido de su hospitalidad y profesando siempre admiración y respeto por el personaje.

Tras enormes arrojos y angustias del sacerdote, el 19 de octubre de 1944 había logrado fundar formalmente el Hogar de Cristo, recibiendo la bendición de la casa chimbera por el cardenal José María Caro el 1 de mayo de 1945. Pero Alberto continuaba pensando en grande: el 21 de junio siguiente, logró hacer que se instalara la primera piedra del edificio donde se establecería la casa definitiva de la institución, en la Parroquia de Jesús Obrero de la avenida General Velásquez. Eran los orígenes del actual complejo del Hogar de Cristo allí existente.

Para procurar el éxito todo tan anheloso plan, tuvo una ventaja incomparable sobre los demás sacerdotes contemporáneos a su obra: la experiencia. Alberto había conocido en persona la situación de una vida con privaciones y compartiendo el plato de caldo de la desazón económica. Además, con sus años residiendo en el centro de Santiago, también sabía perfectamente en dónde encontrar y cómo ser aceptado entre los más desposeídos, los mismos para quienes había sido fundada la casa de acogida. Fue el período en que la vida del padre Hurtado se hace casi enteramente en las calles de Santiago: la Alameda de las Delicias, barrio Mapocho, La Chimba, las plazas del sector centro, el Parque Forestal, etc. Aparecía por estos lugares de día y de noche, sin permitirse abatimientos y después en su famosa camioneta verde, una Ford pick-up modelo de 1946, inspeccionando los sectores más siniestros esperables para encontrar niños, como debajo de los puentes del río, las oscuridades entre los árboles de las plazas o las ferias y mercadillos.

El lugar de operaciones de Alberto fue, especialmente, cerca de la Estación Mapocho, el Mercado Central y el Mercado de la Vega, logrando sacar en el corto tiempo de años que pudo a cientos de infantes y jóvenes atrapados la más grosera y denigrante miseria, dándoles así la opción de una vida digna y nueva en el hogar. Sus escrúpulos moralistas y sacerdotales debieron enfrentarse, por el objetivo del bien superior, con la tolerancia a los códigos de los refugios para el hampa y testimoniar allí la vida más barbárica comprensible, reinada por la delincuencia, las depravaciones y las aberraciones sexuales.

En el barrio veguino, además, estaba ya entonces el edificio de la Piscina Escolar de la Universidad de Chile, obra rotundamente art decó del arquitecto Luciano Kulczewski. Este sitio tenía un lugar de improvisada acogida para los pelusas que ellos llamaban “la pared caliente”, por irradiar el calor que temperaba las aguas para los nadadores del interior. Del mismo modo, otros niños se reunían en las noches frías en los llamados “calefactores” de la Alameda, rejillas de ductos subterráneos por las que salía aire tibio. Alberto sabía que allí los encontraría, por supuesto. Varios de sus encuentros con aquellos niños vagabundos y abandonados, quedaron retratados por el fotógrafo Sergio Larraín Echeñique, dejando importantes registros gráficos de su quehacer en el pandemónium santiaguino, útiles para la propia iconografía que se conserva del santo.

Las energías que el sacerdote fue capaz de verter en estas constantes incursiones por las calles de Santiago resultaron sobrecogedoras y ya son míticas, testimoniadas y verificadas por quienes lo conocieron en esos años y compartieron con él aquellos días de desgarrados sacrificios de voluntad y sueño, poniéndose materialmente a la altura de los más pobres y hasta disculpándose con muchos de ellos por no poder brindarles mejores atenciones. Estas esperanzas incontenibles por hacer frente al abandono de la gente de las calles se reflejó en uno de sus famosos “Mensajes a los jóvenes”, cuando recuerda a otro personaje de entonces llamado Moñito, un niño sin casa del Mapocho que había fallecido recientemente. Él mismo lo había rescatado desde la oscura vagancia callejera, entregándole una oportunidad de redención en el Hogar de Cristo. “¿Son regenerables los vagos del Mapocho, de la Estación Central? La respuesta nos la da el Moñito. Su permanencia en el Hogar de Cristo hizo de sí un ciudadano útil”, escribió al respecto.

A pesar de que sus fuerzas buscando salvar almas parecía inagotable, esta no alcanzó para salvar su propia vida... En 1951, su salud comenzó a verse gravemente lesionada, quebrantada por un progresivo mal que, a la larga, iba a arrebatarlo de este mundo. Ya había caído postrado por primera vez a causa de estas dolencias, viéndose superado por los malestares. Recibió la orden de descansar en Valparaíso, pero su situación no mejoró.

La curiosa cruz de nubes que se formó sobre el cielo de Santiago durante los funerales de Alberto Hurtado, en imagen publicada por la prensa.

La famosa camioneta verde del padre Hurtado, durante la procesión que se hace anualmente entre Mapocho y el Hogar de Cristo, en cuyo museo es guardada.

Cansado y convaleciente, Alberto fue a reposar a las casas jesuitas de Calera de Tango, en la propiedad colonial fundada por los sacerdotes bávaros y con la enigmática iglesia llena de leyendas y misterios propios. Allá permaneció intentando contener sus difíciles padecimientos, movilizándose sólo ocasionalmente por otras ciudades según se lo permitiera su débil estado de salud. Su última misa la dio en el Noviciado Loyola de Marruecos, el 19 de mayo de ese año. En su caída más grave a la cama, no volvería a levantarse.

Nunca más se sentirían de vuelta sus pasos por las noches buscando niños perdidos entre sus puentes siniestros, entre sombras de vidas desgraciadas. Sin embargo, Alberto repitió su “Contento, Señor, contento” cada mañana, ese famoso sello de optimismo que transmitió también a todos esos abandonados a los que tendió su mano, perdurando como un juramento personal hasta el día de su dolorosa muerte.

La agonía ya se había extendido por más de un año, diagnosticado de un cáncer al páncreas e infarto pulmonar. Recibió los sacramentos el día 21 siguiente, ya ausente de toda posibilidad de recuperación. Sin poder resistir más su deterioro físico, Alberto Hurtado falleció el 18 de agosto de 1952, a los 51 años.

La sociedad chilena quedó consternada. El funeral y su larga procesión desde San Ignacio hasta la Parroquia Jesús Obrero tuvieron una concurrencia extraordinaria de personas, muchísimas de ellas antiguos pelusas que había rescatado desde la calle. Pocos hombres en Chile han sido despedidos de semejante manera a lo largo de su historia. Su ataúd recibió cientos de abrazos, lágrimas y flores durante la salida del cortejo. Una conocida fotografía de la portada del siguiente diario “El Mercurio”, en que su féretro es llevado por la multitud mientras un muchacho de rasgos modestos lo abraza sin consuelo con su cabeza apoyada en la tapa, refleja perfectamente la conmoción de aquel momento y la magnitud espiritual de la persona que estaba siendo despedida. Es un hecho conocido, además, que durante aquella marcha funeraria dos nubes largas se encontraron en el cielo al paso del cortejo, formando una enorme cruz que fue documentada por las fotografías de la prensa de la época y testimoniada allí mismo por las miles de personas asistentes. Fueron inevitables las interpretaciones y los presentes no titubearon en aceptar a aquel curioso fenómeno, de forma prácticamente unánime, como un saludo divino al fallecido y una señal que anticipaba el reconocimiento futuro a la santidad del padre Hurtado, como realmente iba a ocurrir.

Iniciado ya el camino de la beatificación del sacerdote, el puente de calle Independencia que conecta la avenida del mismo nombre con la explanada de la Estación Mapocho, el mismo lugar en donde Alberto iba periódicamente a reunirse y recoger niños abandonados para albergarlos en el Hogar de Cristo, fue bautizado como Puente Padre Hurtado, como homenaje a su presencia. En el pilar del pretil oriental en su acceso sur, mirando hacia el atardecer de cada día, también se colocó una placa conmemorativa de bronce con la siguiente leyenda: “Puente Padre Hurtado. En recuerdo del lugar donde el Padre Hurtado recogía menores abandonados para llevarlos al Hogar de Cristo. I. Municipalidad de Santiago, 1992”. En la misma placa, obra del artista Ponce Poblete, se observa la imagen de Alberto Hurtado con una rodilla bajo su sotana en el suelo, poniendo de pie a un niño que aparece tirado entre la basura. El pequeño está acompañado de un infaltable perrito quiltro callejero.

Posteriormente, la Municipalidad de Santiago hizo colocar a un costado de la Estación Mapocho y en un deslucido rincón cerca del mismo puente, una estatua de la artista Francisca Cerda, también como homenaje al Padre Hurtado. Esta obra, con varias otras copias en Santiago y regiones, fue inaugurada en el mes de septiembre de 2000, aunque su ubicación sombreada y poco vistosa ciertamente no parece favorable para un tributo memorial. Alegoriza a Alberto dando protección a unos niños, con una larga sotana de santidad.

En tanto, el proceso sobre la santidad del personaje se llevó adelante y el papa Juan Pablo II beatificó al padre Alberto Hurtado el 16 de octubre de 1994, cumpliendo con una solicitud de la Iglesia Católica de Chile que acreditaba dos primeros milagros de personas que se declaraban recuperadas por su intervención, tras haber tenido la irremediable condición de muerte cerebral. Pasó el tiempo y, finalmente, Benedicto XVI lo canonizó el 23 de octubre de 2005, luego de haber retomado un trámite que ya estaba prácticamente resuelto al morir el pontífice anterior. Pasó a ser, desde entonces, San Alberto Hurtado, el santo patrono de los pobres, los niños desvalidos, los trabajadores y los sindicalistas; el mismo que gastaba sus noches de insomnio en el frío de una ciudad hostil y cruel, buscando salvar vidas y almas de los más desprotegidos de sus calles.

En aquella jornada en el Vaticano, tan feliz para sus devotos y seguidores, la cruz de nubes de los cielos volvió a aparecer ante las cámaras en pleno anuncio de su canonización y para asombro de todos. Aunque Roma es una ciudad constantemente cruzada por las estelas de los innumerables vuelos, no deja de resultar un hecho asombroso y altamente simbólico el ver la cruz otra vez allí, en las alturas y también captada por los reporteros gráficos, tal como había sucedido en su funeral más de 50 años antes; cruz vaporosa ahora teñida por los colores rojizos del sol del horizonte. La coincidencia no podía ser más poética, considerada por muchos como otra manifestación divina.

En su honor, devoción y recuerdo, todos los años se realiza la llamada Procesión de la Caminata de la Solidaridad, integrada principalmente por gente joven y que se ejecuta en torno a la fecha de su muerte, con la famosa camioneta verde en la cabecera de la caravana humana, desde las inmediaciones del mencionado puente con su nombre y la Estación Mapocho, en el Parque de los Reyes, culminando unos kilómetros más al surponiente en el santuario consagrado al recuerdo del religioso en el Hogar de Cristo, en Estación Central. Su sepultura allí sigue siendo lugar de permanentes homenajes, devociones y romerías, tanto de devotos como de admiradores.

El aniversario de la muerte de San Alberto Hurtado, además de ser el de su festividad en el santoral, es el Día de la Solidaridad en Chile, dedicado a su memoria y a la atención de esas almas atrapadas en la marginación callejera; aquellas a las que el sacerdote con alas de santo, logró ponerle un rostro ante nuestra sociedad.

Ha sido una lástima, sin embargo, que la labor original con la que puso en marcha al Hogar de Cristo se haya visto contaminada con el hedor emanado desde más de un escándalo en las últimas décadas, además de convertirse en una especie de botín jesuita. Las turbiedades han pasando por actuaciones favorables a personas que violan la ley y han llegado a su máxime con el comportamiento abominable de su fallecido capellán Renato Poblete, hoy confirmado por la propia Iglesia como un depredador sexual... Nada más lejos del espíritu altruista atribuido a su fundador.

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