ANDRÉS FILOMENO GARCÍA: LOS PASOS DE FRAY ANDRESITO

Fray Andresito, símbolo trascendental de la Recoleta Franciscana de Santiago y serio candidato a la canonización, parece ser uno de los pocos casos en donde el personaje callejero llega a ganarse páginas importantes para la historia formal de Chile, en este caso la de orientación social, eclesiástica y republicana.

Con sus misterios y sus certezas, Andresito es uno de los actores más interesantes de la religiosidad y de la cultura popular nacionales. La tradición en torno a su memoria lo ha convertido también en la figura más conocida y difundida de la presencia franciscana en el país, cotizándoselo en muchos ámbitos.

El dirigente sindical Clotario Blest, que vistiera ahí en la misma Recoleta el hábito de San Francisco de Asís al final de sus días, confesaba su admiración por Andresito y su ejemplar vida consagrada a los pobres. Y un siglo y medio después de su muerte, los llamados guachacas chilenos agrupados en su propio club cultural y liderados por el guaripola Dióscoro Rojas, lo proclamaron urbi et orbi como su Santo Patrono, además de prócer y casi superhéroe del gremio en septiembre de 2009.

Hay varias biografías de interés sobre el venerable Andrés, pero nos apoyaremos principalmente en antecedentes publicados muy poco después de su época, en “Vida de fray Andresito” de fray Manuel de la Cruz Villarroel (republicado por el Archivo Franciscano de Santiago de Chile), en “Historia y devociones de la Recoleta Franciscana de Santiago de Chile (1643-1985)” de fray Juan Rovegno S., y en “Vida admirable del Siervo de Dios Fray Andrés Filomeno García” de fray Francisco Julio Uteau. Queremos recoger de ellos, además, los aspectos que hacen merecedor al personaje de figurar en este recuento de callejeros de Chile.

Bautizado en la pila bendita como Andrés Antonio María de los Dolores García Acosta, nació el 10 de enero de 1800 en Ampuyenta, en la Isla Fuerteventura de las Canarias. Era la misma isla en donde vivió San Diego de Alcalá, impregnando de cultura franciscana la cultura de todos sus habitantes y sus tradiciones de fe. Andrés fue parte de una modesta familia formada por los agricultores Gabriel García y Antonia Acosta, y desde pequeño trabajó como pastor de ovejas. Emigró después hasta tierras americanas, estableciéndose en Uruguay en 1833, donde se desempeñó como comerciante ambulante, obrero de construcción, vendedor de libros y enfermero, todos oficios que marcaron mucho el resto de sus quehaceres y su orientación de servicio a la comunidad.

Se sabe que sus padres ya estaban muertos cuando partió a América del Sur, probablemente desde el año anterior, y que sus hermanos estaban todos casados, por lo que Andrés no tenía muchas opciones de encontrar acogida entre su familia, lo que debe haber reforzado su decisión de emigrar. Y una primera situación milagrosa en torno a su vida ocurrió ya en este período, reportada después por el previsor Fernández de Montevideo. Decía que, un día mientras trabajaba en la construcción del templo que se hallaba en donde después estaría la Casa de Ejercicios de la capital uruguaya, le cayó en la cabeza y desde gran altura un balde con cal, producto del descuido de uno de los obreros. Aunque un accidente de estas características debió ser mortal, sólo le causó una leve contusión. Al volver en sí tras el golpe, Andrés se levantó exclamando: “¡Alabado sea Dios!”, ante los atónitos y asustados testigos. Esta frase se volvería bastante distintiva y característica suya, por el resto de su vida, además.

La anécdota del accidente en Uruguay palidece, sin embargo, ante la espectacularidad de otros acontecimientos que se le adjudicarían después a sus santos talentos.

De acuerdo a lo que anota Rovegno, en la Banda Oriental conoció al misionero franciscano Felipe Echenagusia, encontrando empleo como portero y limosnero del convento. Trabajó en este sitio hasta 1838, cuando se decretó la desocupación del recinto para pasar a manos de la Universidad. Fue entonces cuando partió con el padre Felipe a Chile, para integrarse a la Recoleta Franciscana de Santiago. Algunas fuentes señalan, sin embargo, que Andrés había sido injustamente perseguido y humillado por un superior en el convento de Montevideo, y que este incidente detonó su decisión de abandonar la ciudad poco antes de la ocupación universitaria del mismo convento.

El viaje en barco a Chile fue un verdadero calvario de abusos y agresiones de parte de los marinos del navío, al parecer por el choque que se produjo entre el duro carácter moralista del canario y la vida escasamente cristiana de la tripulación. En alguna oportunidad, de hecho, Andrés terminó aturdido a causa de los golpes de sus molestos atacantes. Luego, en el Cabo de Hornos, las tormentas le hicieron creer seriamente que su viaje llegaba a inesperado fin y que jamás conocería la capital chilena. Tras llegar por fin a Santiago, fueron recibidos en la Recoleta Franciscana por fray José Infante, el 10 de julio de 1839. Comenzaba, a partir de ese día, la etapa más importante de su vida.

No debe haber sido muy entretenida la rutina de Andrés en estos primeros días en el convento recoleto junto al río Mapocho, sin embargo: fue destinado a labores de asistente de cocinero, lavador de platos y barrendero, aunque trabajaba con gran alegría y entusiasmo, animado por su misteriosa luz interior que nunca pareció apagarse. Siguiendo un consejo de fray Felipe, el cargo de limosnero le fue entregado en la recolección por fray José, a partir del 2 de agosto de ese año. Desde aquel momento, las calles de la capital de la aún joven República serían enteramente suyas, ejerciendo aquel rol que lo llevó a ser uno de los personajes más célebres y respetados de la ciudad.

Andrés caminaba por la urbe paseando su humilde alcancía y una inseparable estampa de Santa Filomena, de la que era ferviente devoto. Iba por un Santiago que, a la sazón, apenas conocía aún, aunque siempre con el mismo esmero y demostrando vocación por el servicio. El dinero que solicitaba en estas andadas interminables era para mantener el convento, completar la construcción de la iglesia recoleta y otros fines piadosos, como los comedores de los pobres. Y a pesar de su experiencia anterior como limosnero en Montevideo, al principio le resultó muy difícil al donado llevar adelante esta tarea, como extranjero en una sociedad en la que recién comenzaba a ambientarse y en la que aún no tenía amigos.

Imagen de una tarjeta religiosa con el retrato de Fray Andresito, el “santo” popular para Chile de origen canario, cargando la imagen de su amada Santa Filomena y el mismo tarrito limosnero que usó de alcancía para reunir ayuda para la recolección franciscana.

Acercamiento a "Fray Andrés con los mendigos", retrato al óleo sobre tela hecho por Ramón Pizarro en 1855. . El cuadro está en el pequeño museo de Fray Andresito dentro de la Recoleta Franciscana.

Acercamiento a la antigua pintura al óleo de Fray Andresito, hecha por manos anónimas. Se le observa cargando la cruz, con una estatuilla de Santa Filomena y un cráneo humano.

Copia del daguerrotipo de Fray Andresito, posiblemente tomado por Manson en 1849. Se le observa con su tarro de limosnas y la imagen de Santa Filomena. Ha servido de base a muchas de las representaciones e iconografías que se han hecho de él. Museo de Fray Andresito en la Recoleta.

A pesar de los obstáculos, conseguía a diario reunir dinero, haciéndose cada vez más reconocible y estimado entre los santiaguinos. Iba siempre sonriente, alegre a pesar de haber sido víctima frecuente de insultos o incomprensiones en aquel período, hasta de agresiones y sintiendo la mezquindad de quienes se negaban a cooperar, movidos por la desconfianza y las suspicacias hacia su persona. De todos modos, impostergablemente, salía todas las mañanas temprano y volvía a la Recoleta a almorzar; y en la hora de la siesta, aprovechaba el tiempo para orar y repartir enseñanzas a los pobres que se reunían en las puertas del convento, junto a la primitiva Plaza de la Recoleta.

Apodado el Canario entre sus hermanos y primeros amigos, Andrés comenzó a ser solicitado por familias que habían ido quedando convencidas de su honestidad y querían ayudar con limosnas para la orden. De esta manera, con el correr de los meses empezaron a abrirse para él todas las puertas de la ciudad, desde las casas más humildes hasta los palacios más señoriales de la aristocracia criolla. Incluso fue recibido en La Moneda, pues se hizo de amistades tales como el senador Francisco Ignacio Ossa y la esposa del general Manuel Bulnes, doña Enriqueta Pinto. En esos momentos, Bulnes acababa de convertir oficialmente la Casa de Toesca en la residencia presidencial. Sobre tales labores y este período de su vida, escribió Cruz Villarroel, en 1856:

Su nueva ocupación parece que no le desagradaba, desempeñándola con gusto; aunque la vida del limosnero es muy labiosa, muy pesada y muy peligrosa. En efecto, él tiene que andar casi todo el día, tiene que avergonzarse de pedir para otros, tiene que ir siempre muy prevenido de las injurias, burlas, amenazas, insultos y desprecios, que no son nada raros en este penoso ejercicio; él tiene, por último, que ir muy sobre sí para no caer en peligros mil que por donde quiera le rodean. Y si así lo hace ¡Ay, infeliz del limosnero que se descuide por un solo momento! ¡Indudablemente perderá del grandioso mérito que adquiere para con Dios y con los hombres! ¡Caerá en faltas gravísimas y abominables!

Poco a poco, empezaron a correr en la sociedad capitalina también los rumores sobre su supuesta capacidad de ofrecer milagros y prodigios asombrosos, cuando más y más personas reconocían un supuesto talento suyo para curar enfermedades. Llegó el momento en que se rumoreaba que era capaz de casi cualquier cosa, con el sólo ejercicio de la oración: el humilde limosnero componía heridas, sanaba dolencias y mejoraba a los convalecientes en sus propios lechos de postración, se decía. Andrés se valía con frecuencia, además, de curiosas pociones o ungüentos que fabricaba con mezclas casi alquímicas de infusiones, hierbas y sales en su propio cuarto.

Fray Andresito, como le llamaban cariñosamente ya entonces, solía sentarse a meditar o a leer en un viejo y tosco escaño de piedra que aún se conserva en la Recoleta Franciscana, atrás del museo construido para él. Ocupó este asiento incluso hasta sus últimos días, de hecho. También escribía poemas religiosos en sus ratos de descanso o cuando no estuviese en las calles, con los que amenizaba el ambiente de los comedores pronunciado aquellos sencillos versos con el acento hispánico que nunca perdió, a veces acompañado de un pandero. También buscó expandir el culto a su querida Santa Filomena, por cuya devoción se cambió el nombre al de Andrés Filomeno García dentro de la comunidad de los claustros. Por ella escribió algunas de sus rimas, en tono de oración:

Buen ejemplo nos ha dado
El que no cabe en el cielo,
Que se ha humillado hasta el suelo
De pastores celebrado;
Tengamos mayor cuidado
De vivir en adelante,
En abstinencia constante
Y no tengamos temor
De vivir con más rigor
Y con risueño semblante.

El 25 de marzo de 1842, había llegado una visita ilustre a la Recoleta, venida a Santiago desde la Banda Oriental: el presbítero argentino Pedro Ignacio de Castro Barros, recibido como huésped por los franciscanos chimberos. Su presencia y su sapiencia habían causado profundas influencias sobre Andrés. El prestigioso sacerdote oficiaría como profesor de filosofía y teología en el convento y en el Seminario de Santiago, donde se mostró con ideas políticas muy desafiantes para la época, que tocaron notoriamente en los demás religiosos chilenos. Fue, entre muchas otras cosas, un crítico del patronato regio (privilegios y concesiones que el Vaticano concedía a algunos monarcas) y abordaba en forma honesta el problema del regalismo (conflictos entre los intereses del mundo civil y político con el de la Iglesia), resultando uno de los primeros en sentar en Chile estos discursos.

En el año siguiente, además, se debía iniciar la reconstrucción del nuevo templo de la orden, proyecto promovido por fray Vicente Crespo. Andresito participó fervorosamente en la obtención de las limosnas que sirvieron para financiar gran parte del proyecto, echando mano también en los trabajos gracias a su experiencia como obrero. Empero, ese año toda la comunidad recoleta tendría un duro golpe, al fallecer fray José Infante, debiendo asumir su cargo fray Felipe Echenagusia. Fueron tiempos de enorme actividad para el infatigable Andrés, mucha de ella vertida aún en las calles, dice Rovegno:

Entre 1848 y 1849, reunía en la Recoleta, todas las noches, a las 21 hrs., a unos 50 obreros. Rezaban el Vía Crucis, tomaban una disciplina, decían algunas breves oraciones y finalizaban con algunas reflexiones del hermano. Visitaba frecuentemente la cárcel y el hospital. Además de confortar a muchos en la portería del Convento, llevaba medicinas, preparadas por él mismo, a los enfermos en sus casas y visitaba los moribundos.

Existe un curioso óleo anónimo en la Recoleta Franciscana, hoy trasladado a la sala de ingreso de la nave derecha, donde se observa a Andresito con un crucifijo, una estatuilla de Santa Filomena y una calavera humana sobre un escritorio. El cráneo, si bien tiene una explicación simbólica dentro de la doctrina de San Francisco, de acuerdo a cierta tradición podría pertenecer al coronel José Antonio Vidaurre, el asesino del ministro Diego Portales en Valparaíso, en 1837. Esto se debería a que, tras ser ajusticiado, la cabeza del complotado fue exhibida en una picota en la Plaza de Quillota, apareciendo después medio devorada por perros en una zanja. Fue rescatada por su amigo Ramón Boza, uno de los conspiradores ya arrepentido por el brutal crimen e intento de alzamiento. Agobiado por los remordimientos, Boza abandonó a su familia y se integró como lego a la Recoleta Franciscana de Santiago buscando expiar sus culpas y calmar su alma, supuestamente llevando con él la pulida calavera de su amigo hasta un pequeño altar y acompañando la misma a Andresito en las procesiones. El cráneo de Vidaurre, de esta forma, habría acabado formando parte de las romerías y Vía Crucis que realizaba el donado periódicamente en el barrio recoletano.

Litografía en la Recoleta Franciscana, titulada "Fray Andrés recibe el Santo Viático en sus últimos momentos". Muestra a Andresito sentado en el escaño de piedra que aún existe en el convento, ya en las puertas de la muerte, rodeado de los demás frailes franciscanos de la Recoleta.

Vista del escaño de piedra en el que se sentaba Andrés García a meditar, y en el que pasó algunos de sus últimos momentos de vida. Museo de Fray Andresito en la Recoleta.

Catafalco de Andresito de la Iglesia de la Recoleta Franciscana, justo a un costado de la Capilla y Altar de Santa Filomena, hecho por don Fermín Vivaceta gracias a las colectas que realizó el propio Fray Andrés.

Primera lápida para Fray Andresito, hecha por Cicarelli, con imagen de Santa Filomena.

Placa conmemorativa, en el acceso al templo.

Andresito también repartía pan y frutas todos los domingos, organizando otras procesiones o visitas al cementerio para rezar el Vía Crucis y el rosario por las ánimas. No tardan en aparecer sus talentos especiales en estas salidas al aire libre: durante sus visitas por las casas pidiendo limosna, por ejemplo, tuvo el ojo para advertir a dos madres que sus hijos iban a ser sacerdotes. Y, efectivamente, lo fueron: Crescente Errázuriz Valdivieso y Manuel Marchant Pereira.

Su labor de limosnero, finalmente, permitió obtener los recursos para la construcción definitiva de la Iglesia de la Recoleta, a partir de 1845, encargándose la obra primero a Antonio Vidal y luego, desde 1848, a don Fermín Vivaceta. Poco tiempo después, también fueron limosnas por él reunidas las que sirvieron para consagrar un altar dedicado a su reverenciada Santa Filomena, como se confirma en el recibo dado por Vivaceta, el 9 de diciembre de 1850: “Recibí del hermano Fray Andrés la cantidad de cuatrocientos cuarenta y ocho pesos, cuatro reales que me ha pagado por hacer el altar de Santa Filomena en la Iglesia de la Recoleta Franciscana de Chile”.

Pero para sus seguidores, parece que la comunicación entre fray Andresito y la divinidad era mucho más que sólo devocional o simbólica. Como sucedió años antes también con fray Pedro de Bardeci, el otro hombre santo español llegado a la recolección franciscana santiaguina, el currículo de prodigios se vuelve por momentos interminable, obligando al recopilador a hacer una síntesis de los registros y noticias para no terminar produciendo un tratado completo sobre las materias relativas a las luces más extraordinarias y sobrenaturales que habrían orbitado su paso por el mundo, y aun después.

Cuenta Cruz Villarroel, por ejemplo, del caso de un señor colaborador de la Recoleta, cuya casa fue visitada por Andresito en momentos en que aquel estaba fuera de Santiago, siendo atendido por su esposa. El limosnero aseguró que venía a recoger un dinero que el dueño de casa adeudaba a Santa Filomena y, al enterarse de que no estaba, dejó una instrucción a su señora: “Dígale que cumpla su promesa, puesto que la santa le ha cumplido sus deseos”. En efecto, el señor en cuestión confesó, en su regreso, que sí había pedido un favor a la santa y que este había sido concedido. Más aún, él no había visto a Andrés en persona, por lo que la forma en que se enteró del secreto acuerdo entre la santa y el beneficiario era inexplicable. Conmovido, fue a ubicarlo a la Plaza de la Recoleta, entregándole una moneda que superaba la deuda contraída y sin informarle de la cifra. Andrés entregó correctamente el vuelto y en total silencio, como si también supiera el monto exacto.

Varios otros episodios de aquel tipo se repitieron alrededor de Andresito, según las crónicas de entonces. Un caso significativo lo representó el de un señor que, tras viajar al sur y volver a la ciudad, comenzó a ser insistentemente exhortado por su mujer a que se confesase, pues tenía sospechas de que se había alejado un poco de la vida cristiana durante tal ausencia. Tras majaderas insistencias, aseguró a ella haber cumplido con su petición. Sin embargo, durante un encuentro del matrimonio con el limosnero, este reveló a la dama que su marido aún no se había confesado, aunque agregando que no volvería a mentirle. Posteriormente, el mismo Andrés informó a la señora que su marido ya se había confesado, y ahora de verdad.

Convencido de que el sacrificio llamaba a la misericordia de Dios, durante las graves revueltas políticas que ensangrentaron al país a mediados del siglo, Andrés se impuso una penitencia muy especial y apropiada a su condición de callejero: caminar por Santiago con los pies totalmente desnudos y desprotegidos, dolorosa acción que ya había cometido también en 1843, al fallecer el sacerdote Infante, y después al enfermar gravemente su amigo y colaborador, el senador Ossa, uno de los mecenas más importantes que tuvo la recolección. Debió ser una imagen sobrecogedora ver andar a Andrés así, por las mismas calles en donde era tan conocido y respetado, con el tarrito de las limosnas.

El 8 de diciembre de 1851 y por razones que sólo serían explicables en capacidades fuera de todo orden natural, Andresito informó de la violenta e infausta batalla que tenía lugar en esos mismos momentos en Loncomilla, en el marco de las revueltas políticas de aquel año, como si las distancias geográficas ya no fueran obstáculo para el testimonio ante sus ojos.

Sus constantes episodios supuestamente sobrenaturales, continuarían con otros casos en donde se mezclaron los talentos extraordinarios que ahora lo tienen como postulante a santo, con esas bondades sin límites hacia los desposeídos y los necesitados. Uno de estos se relacionó con una mujer que estaba profundamente afligida por la miseria y la falta de unos documentos que le permitirían cobrar una deuda monetaria que podría sacarla de su desesperante situación. Como conocía a Andrés, se encomendó a Santa Filomena y comenzó a buscar al limosnero para pedirle que intercediera por ella para tal auxilio divino. Lo vio cruzando la calle en esos días, a una cuadra de distancia, y trató de alcanzarlo por detrás de la manzana, avanzando a toda marcha. Pero apenas enfiló hasta la otra esquina, la mujer se encontró extrañamente de bruces con él. Y como si eso fuera poco, cuando se dispuso decirle qué le animaba a hablar con él, este la interrumpió adelantándose a toda información al respecto: “Hoy mismo, y antes que llegue a su casa, se le pagará todo su dinero”... Y sucedió esa tarde, precisamente, para redoblar la sorpresa de la modesta mujer.

En otra oportunidad, sin ser testigo ni habérsele informado de algo al respecto, Andresito supo que los dineros del convento ya habían sido retirados por el síndico a órdenes del R. P. Guardián, a quien le demostró tener conocimiento de esto y, de paso, que sólo faltaba retirar la plata de la caja de Santa Filomena. Así era, en efecto, como pudieron confirmarlo: los encargados habían olvidado el dinero de esta alcancía.

Sería un exceso seguir relatando las aparentes hazañas de un hombre milagroso que no llegó a ser sacerdote, bastándonos las ya descritas para retratarlo con los prodigios que en vida le dieron su fama de virtuoso.

Andrés también realizaba ayunos, rezos, extensiones de indulgencias y largas sesiones de letanías por todos los difuntos de los que tenía noticia, la mayoría de los cuales ni siquiera conocía. Iba anotando referencias para ellos en papelitos, a veces de maneras tan ambiguas o generales como: “Otro hombre cigarrero, calle de la Merced, de postrema”; “Tres por el Arenal”; “Otro vendedor de un baratillo”; “Otro murió de repente por La Cañadilla”; “Y otro hombre se botó al río”. Generalmente, se refería con esto a muertes súbitas y dramáticas: asesinados, infartados, suicidas, etc.

Hacia inicios de enero de 1853, recorría aún las calles solitarias del verano en Santiago, período en que las familias más pudientes ya tenían la costumbre de vacacionar en la tranquilidad de las afueras, principalmente en los campos. Lo que quedaba en la ciudad durante esos meses era, con frecuencia, el caldo de las bajas pasiones, embriaguez, riñas y peligros de las noches más bravas. Pero el donado no echaba pie atrás y aun en esos ambientes perniciosos, se dedicada a predicar y ofrecer las bondades de la salvación para algún alma descarriada.

Sin embargo, hasta la vida de los prodigiosos y afortunados se extingue, y la salud de Andrés comenzaría a verse comprometida de un momento a otro, como recordaba Cruz Villarroel: “Nosotros nada habíamos notado en él que nos pudiese indicar su cercano fin, y en igual caso se hallaban las demás personas que lo trataron en los días inmediatos a su enfermedad y a su muerte; pero él sabía, no como los demás hombres, sino con certeza, con precisión”.

No parece exagerar el fraile cronista. Andresito, según todo indica, tenía pleno conocimiento de que su muerte se aproximaba allí, entre sus hermanos recoletos del Mapocho. Poco antes, por ejemplo, había ido a visitar a un prestigioso médico, el mismo galeno que, poco antes, le había suplicado al donado le legara algo: su bastón. Andrés, para su sorpresa, se lo entregó en ese último encuentro entre ambos, diciéndole que “ya no lo necesitaba”.

El 9 de enero de ese año, se encendieron las alertas. Eran las cinco y media de la mañana y Andresito no salía de su habitación, a diferencia de lo que usualmente hacía a esa hora, cuando ya solía estar en pie y escuchando misas. Cuando otro de los donados tocó su puerta para pedirle una de las aguas medicinales y pócimas que él componía, en este caso una para curar afecciones a la vista, lo descubrió visiblemente enfermo y todavía tirado en su lecho. Tras ser despertado, Andrés intentó incorporarse y trató de hacer un día como todos, pero no pudo, debiendo regresar a su celda al poco rato. Su suerte estaba echada y lo sabía, pues en esos mismos días había anticipado que moriría un día viernes a las ocho, según se lo confesaría al R. P. Guardián, con la estricta petición de guardar el secreto de esta revelación hasta su deceso.

Se dice que fue tras haber estado descansando débilmente en su escaño de roca dentro de la Recoleta que fray Andresito abandonó este mundo, finalmente, el viernes 14 de enero de 1853. Sucedió a las ocho horas, tal como lo predijo.

La fama de prodigioso de Andrés era conocida ya en la ciudad y el amor de la gente por su persona era compartido de manera generalizada en toda la sociedad, por ricos y pobres, por aristócratas y trabajadores. Su vida terrenal se apagaba aquella mañana, pero venía ahora una serie de nuevos sucesos que harían su parte en postularlo casi naturalmente a la condición de santidad, además de ser una leyenda en la iconografía histórica de los franciscanos en Chile. Las campanas de la Recoleta sonaron anunciando la desgracia y toda la población que se hallaba en la capital cayó herida en el alma, marchando espontáneamente a despedir a su querido limosnero, muy especialmente los pobres por quienes nunca reservó fatigas ni sacrificios. Por esta razón, su velorio y su funeral terminaron siendo un evento extraordinario en la historia de la ciudad, hasta entonces. El cuerpo de Andrés, con su rostro sereno y angelical, fue colocado bajo el coro tras una firme verja de hierro, hasta donde gente pasó haciendo fila para despedirlo. Los testimonios de lo sucedido allá también resultaron sorprendentes, pues asistieron muchos de los fieles que aseguraban haber sido beneficiados por los talentos sobrenaturales que se adjudicaban al donado, quedando revelados varios casos que habrían pasado al olvido. Una madre con su niño pequeño, por ejemplo, llegaron hasta el lugar de las exequias mientras ella le decía con llanto al hijo, según Cruz Villarroel: “Ved ahí, hijito mío, al que después de Dios, te dio salud cuando estabas para morir: ¡él ya murió!”.

La cantidad de gente que acudió a la Recoleta Franciscana en aquel momento, provocó una peligrosa concentración humana que obligó al prelado a ordenar el cierre del templo, tarea que pudo cumplirse con gran dificultad. En el día 15, cuando se iba a realizar ya su sepultura tras sentidos discursos y cantos corales, la invasión de fieles volvió a colmar las capacidades del recinto. El enorme cortejo avanzó con el cuerpo en un cajón de madera hasta el pequeño cementerio que estaba hacia el fondo del terreno de los claustros. Fue ahí cuando fray Ambrosio Ramírez, por entonces corista, clamó junto al cadáver del donado antes de ir a buscar las entrañas de la tierra: “¡Ya está Filomeno al borde de la tumba! La fría tierra va a ocultarlo a nuestros ojos… Pero, ¿qué importa? Nuestro corazón le verá siempre. El olvido no extenderá sus negras alas sobre nosotros, porque a su dulce nombre están vinculados mil gratos recuerdos”.

Los franciscanos tomaron casi de inmediato la iniciativa de reconocer su ascetismo, dando curso al trámite de “Non Cultu” y sus etapas posteriores. El largo proceso aún está en tránsito, pero habiéndole conseguido, al menos, el paso a venerable y luego siervo de Dios.

En tanto, fue el guardián fray Francisco Pacheco quien decidió cumplir con la necesidad de dar solemnidad a la sepultura de Andrés García, con un catafalco propio que sería financiado con una campaña de donativos, anunciada en diciembre de 1854. La exhumación tendría lugar, también, a causa de que los claustros iban a ser reconstruidos, obligando de todos modos a cambiar el lugar del panteón del convento. Las labores de armado del catafalco comenzaron al año siguiente, siendo encargadas al artista napolitano Alejandro Cicarelli y sus alumnos de la Academia de Pintura y Escultura de Santiago, escuela que estaba a su dirección. Tanto Cicarelli como los carpinteros fueron asistidos también por el prestigioso doctor farmacólogo y científico José Vicente Bustillos, quien era un gran admirador de Andresito. Quedó listo el 2 de julio de 1855 y, para el día 10, un grupo de altas personalidades y sacerdotes recoletos procedió a la exhumación. Ya se habían trasladado varios cuerpos desde el pequeño camposanto, quedando en este lugar sólo el de Andrés y el de su confesor Felipe de Echenagusia. Mientras los desenterraban, además, descubrieron que las filtraciones de aguas de una acequia habían dañado seriamente el cajón de Andrés, provocando la pudrición de las maderas al punto de que, cuando fue llevado al comedor del convento para ser abierto, pudo ser destapado con sólo un tirón de las tablas, sin necesidad de ser destornillada la tapa.

Cuál sería el asombro de los allí reunidos cuando vieron el rostro de Andrés incorrupto, tal como lo habían dejado bajo tierra hacía más de dos años. La humedad había llegado al interior del cajón, pero su carne seguía casi intacta, sólo un poco oscurecida su piel. La cara y el pecho de estaban cubiertos de algo como moho y, salvo por estar levemente torcida su boca hacia la izquierda, los efectos de la putrefacción o de la filtración de las aguas no se notaban. Ni siquiera había algún olor desagradable en ese cuerpo, salvo el de la humedad y las tablas podridas. Trozos de su hábito, la cuerda de su cinturón y hasta la mayor parte de sus cabellos se habían desintegrado en el sarcófago, pero la piel y los músculos permanecían en buen estado, como pudieron verificar de sobra los testigos que examinaron tan increíble cadáver.

Iglesia de la Recoleta de San Francisco, en Santiago de Chile.

Antigua lápida y cripta de Fray Andresito, con figura de Santa Filomena tallada en el mármol por Alejandro Cicarelli. Imágenes de arcángeles lo escoltan en los cuadros de los costados.

Vitrina con pertenencias de Fray Andresito, en su museo a un lado del templo. Destacan su silla, su hábito y su bastón, y a la derecha una cruz-bastón con inscripción de sus iniciales FAG (Fray Andrés García), con otros objetos que fueron suyos.

Relicario con la ampolla que se identifica como sangre de Fray Andresito, siempre líquida y sin coagular. Imagen publicada por Editorial Antártica en la serie "Chile a Color: Biografías", de 1982.

Importantes personalidades culturales y científicas de la época, tuvieron el privilegio de observar la situación del cuerpo. Aunque el Dr. Bustillos propuso lavarle el rostro para dignificar su aspecto, el Arcediano de la Iglesia Metropolitana de Santiago, Dr. Juan Francisco Meneses, estimó prudente dejar el cuerpo tal como había sido encontrado, hasta que pudiese ser examinado por el Arzobispo. Bustillo, el R. P. Guardián y los demás presentes estuvieron de acuerdo en esto. Al día siguiente del hallazgo, el mismo guardián Pacheco envió el siguiente oficio a la autoridad eclesiástica:

Se procedió ayer en la exhumación de los restos del religioso lego de esta Recolección franciscana Fray Andrés García, fallecido el 14 de enero de 1853: esta operación se concluyó como a las cinco de la tarde a presencia de toda la comunidad y de algunas personas seglares entre las cuales se encontraban el Senador don Francisco Ignacio Ossa, el señor Arcediano Dr. don Juan Francisco Meneses, el señor Canónigo don Félix Ulloa, los Presbíteros don Juan Ugarte, don Benjamín Sotomayor, el señor juez del crimen don Juan Francisco Fuenzalida, el señor Dr. don Vicente Bustillos y otros que sería largo enumerar. El cuerpo se ha encontrado sin corrupción y entero, como si de intento se lo hubiese disecado, y en atención a esto le hice inmediatamente poner en una celda, cuya llave tengo en mi poder, sin permitir que se abra hasta que, por una comisión que se pida a U.S.I. se sirva nombrar, así de eclesiásticos, como de facultativos de ciencias físicas y médicas, se practique un reconocimiento, así del cadáver como del lugar en el que ha estado sepultado por más de dos años y medio; y se ponga de toda la correspondiente diligencia, que son los informes de U.S.I. tenga a bien pedir, se pase a sus manos para efectos que puedan ser necesarios.

Es por completo destacable la calidad, seriedad y confiabilidad de las figuras que Pacheco mencionó en aquella petición, como testigos presenciales de la exhumación y de la conservación del cuerpo de Fray Andrés García. Ese mismo día, se comisionó a otras figuras de altísima talla y credibilidad para la observación del cuerpo: el presbítero Juan Bautista Lambert, al delegado universitario don Juan Ignacio Domeyko, el protomédico Lorenzo Sazié, además de Juan Miquel, Carlos Zegeth y al propio Dr. Bustillos. El Arzobispo de Santiago solicitó al grupo que “informen en común o separadamente sobre las circunstancias y estado en que se haya encontrado dicho cadáver, y las causas físicas que pueden influir en los fenómenos que se observen”. La petición de ir a la Recoleta a realizar los exámenes, debía cumplirse el día 15, con la asistencia de Domeyko, Bustillos y Sazié, acompañados de Eulogio Fontecilla y Pedro Henfiro. Lambert se ausentó por no haber alcanzado a ser notificado; Zegeth sufrió un retraso, llegando al final del encuentro, y Miquel debió ser reemplazado por el facultativo Pedro Eliodoro Fontecilla, por razones de salud. El informe que entregaron tras el encuentro, extendido el día 18 por Bustillos, Domeyko y Sazié, confirmaba enfáticamente la sorprendente situación del cuerpo de Andrés.

Por más de una semana, el finado alcanzó a ser visto por algunos fieles en la iglesia, antes de ser trasladado a la cripta propia dentro del mismo templo y junto al altar de su querida Santa Filomena, en ceremonia del lunes 23 de julio de ese año. Sobre su lugar de reposo se instaló la lápida con la imagen de Santa Filomena y la inscripción: “Aquí descansan los restos del hermano Fray Andrés Filomeno García, que falleció el 14 de enero de 1853 y se trasladó el 23 de julio de 1855”.

Sintetizando la historia, en 1893 el padre guardián Julio Uteau había solicitado ya al padre general, en nombre de la comunidad franciscana, una autorización para iniciar la causa con mirada directa hacia la beatificación. El 29 de noviembre de ese año pidió directamente al arzobispo Mariano Casanova el permiso para instruir el proceso “Super Fama Sanctitatis”, y este nombró a su obispo auxiliar Juan Guillermo Carter como juez delegado para la formación de este proceso y del anterior de “Non Cultu”. Del mismo modo, en 1904 fray Bernardo Calixto Montiel envió los informes a la Sagrada Congregación de Ritos, aprobados en 1916. Entonces, el arzobispo de Santiago, Crescente Errázuriz, inició el proceso de verificación de sus milagros y virtudes pero el esfuerzo se vio interrumpido por varios problemas surgidos en el camino, además del cambio de normas de la Sagrada Congregación de Ritos y, años después, su transformación en la Congregación para las Causas de los Santos de la Curia Romana, en 1983. Pudo retomarse el proceso recién en los años noventa.

Cabe recordar que, el 28 de mayo de 1929, se había abierto la tumba de Andrés por segunda vez, por instrucciones del presidente del Tribunal del Proceso Apostólico, presbítero Francisco Javier de la Fuente. Esto fue ante unos 50 testigos, aunque hay versiones contrapuestas sobre lo que vieron: que cuerpo aún estaban en extraño buen estado, o que habría mostrado ya consecuencias negativas de intervenciones realizadas tras la primera exhumación. De este suceso, el presbítero tomó juramento al guardián Fray Jerónimo Muñoz, al párroco Fray Bernardino González, a los doctores Jorge Cáceres, Víctor Barros y Arturo Atria, al notario Javier Echeverría y también a los cuatro obreros encargados.

En tanto, la supuesta sangre que se le habría extraído a Andresito y que está en un relicario de la Recoleta, jamás se secó ni se degradó. Es otra de las pruebas que se han esgrimido ante la Santa Sede para reafirmar la categoría de santidad y aspirar a la canonización del donado. La reliquia había aparecido formalmente en el expediente el 15 de julio de 1892, cuando el fray Pacheco, en presencia del Dr. Eleodoro Fontecilla, declaró ante el notario Mariano Melo que poseía un frasco de sangre de Andrés García obtenido de una sangría realizada 40 años antes, durante una convalecencia, y de cuya extracción había sido testigo el mismo Fontecilla. El frasco fue llevado a la Santa Sede en marzo de 1927 por fray Luis Orellana para que pudiera ser estudiado en el Laboratorio Camilli de Roma, cuyo informe de análisis del 2 de mayo de 1933 al postulador general fray Antonio María Santarelli, confirmó que era sangre humana. En julio de 1939, parte de esta fue entregada por el postulador general fray Fortunato Scipioni al custodio de la Provincia, fray Sebastián Ramírez, quien la llevó hasta la Recoleta Franciscana, donde pemanece desde entonces. Aunque continúa conservándose líquida y antes era sacada para celebrar ceremonias y bautizos solicitados a los recoletos, debió ser apartada de la exhibición en 1999, para poder resguardarla y comprobar científicamente su autenticidad.

En el muy visitado altar y catafalco, al que llegan fieles y turistas, se lee: “Aquí descansan los restos del Siervo de Dios Fray Andrés Filomeno García Acosa. Fallecido el 14 de enero de 1853”. La leyenda recoletana cuenta que Fray Andresito aún sigue apareciéndose en las calles, las casas y la iglesia del barrio, repartiendo sus buenos deseos y bondades. Cierta fotografía tomada por un feligrés en años recientes, además, mostraría la supuesta silueta de Andrés, haciendo sombra fantasmal en el sector de su catafalco. La cripta original que recordaba a Andresito con la figura de Santa Filomena en mármol, en tanto, hoy está en la sala al inicio de la nave lateral derecha del templo, mientras que en la nave izquierda, misma donde se encuentra su catafalco, se habilitó el pequeño pero interesante museo para su recuerdo. Creado en 1986, fue remodelado y reinaugurado en septiembre de 2010.

También existe una placa conmemorativa en la Recoleta Franciscana, en el acceso de la iglesia, homenajeando la memoria indivisible de Andresito con la del templo:

Iglesia de la Recoleta Franciscana Nuestra Señora de la Cabeza. Este templo fue construido para gloria de Dios y servicio de su pueblo, entre los años 1845 y 1864, por Fray Vicente Crespo, con las limosnas recogidas por el Siervo de Dios Fray Andresito O.F.M. 14 de enero de 1999. Instituto de Conmemoración Histórica de Chile.

He aquí la historia, pues, del hombre que fuera uno de los callejeros más queridos de Chile... Hombre todavía, y quizá próximo a convertirse en santo.

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